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Analizábamos en el pasado editorial el fenómeno del etnocentrismo, es decir, la propia satisfacción que experimenta el habitante del medio rural ante conocimientos que le identifican con su comunidad o con la naturaleza y que le resultan suficientes, ahorrándose la necesidad de recurrir a otros nuevos que le harían dudar del bloque arcaico y homogéneo de saberes que le convierten en lo que es. Ese etnocentrismo gravita, fundamentalmente, sobre elementos culturales como las creencias, que se basan en la memoria -es decir, en lo que no está escrito y que constituye, como se sabe, la base principal de la cultura en el campo, donde la escritura tiene poca importancia-.
Hay, sin embargo, una necesidad aneja a este hecho, que podría resultar paradójica si no se tuviera presente la sutil diferencia entre ser culto y tener cultura. Es la costumbre de copiar, imitar lo ajeno, tan frecuente en Castilla y tan arraigada en los últimos decenios que hasta nos permite el triste privilegio de exportarla. No de otra forma se explican esos deseos desproporcionados de cambiar el aspecto externo de los pueblos, de alterar su fisonomía pretendiendo que parezcan lo que nunca fueron ni serán; o ese afán por rechazar cualquier fórmula externa que nos identifique con el entorno (traje, dialecto, expresiones, costumbres) por no estar orgullosos de él y considerar aquello que viene de fuera como mejor, más moderno o más progresista. Ese gusto por los cambios, que no es sino una huida de la realidad o de uno mismo, no es nuevo, aunque exige en nuestros días nuevos tributos entre los que está la admiración por lo mecánico, por todo aquello que suponga fuerza, dominio o ruido y representado en general por las máquinas; máquinas con las que el ser humano pretende, como ya dijimos en alguna ocasión, poseer la Naturaleza en vez, de convivir con ella.