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Recuérdese que dedicamos nuestra atención el pasado número a la antigua e interesante costumbre de la danza de paloteo dentro de la procesión del Corpus Christi. Esa danza está constituida por lazos (así es como se llama a cada una de las evoluciones completas que entre mudanza y mudanza llevan a cabo los danzantes; tradicionalmente ocho hombres vestidos de blanco) y esos lazos suelen representar una lucha. Esa lucha -que en tiempos fue entre ángeles y diablos, después entre moros y cristianos, y eventualmente entre portugueses (o franceses) .) y españoles-, tenía un carácter religioso y venía a entroncar con prácticas más primitivas en que, a través de una contienda entre personajes armados con bastones, los habitantes de una localidad pretendían expulsar o alejar a los malos espíritus para evitar que sus artes negativas influyeran de forma desastrosa en las cosechas y en los campos. El espíritu del mal era encarnado por un danzante, normalmente disfrazado con una terrible máscara, quien tenía como función molestar e impedir el desarrollo de los pasos rituales. Tal cometido ha venido cumpliéndole -aunque su sentido se haya degenerado con el paso de los siglos- ese personaje peculiar que se denomina de diversos modos según el lugar y la costumbre: zangarrón, cachidiablo, birria, etc., etc.
Durante largos períodos de tiempo fue costumbre que cada gremio estuviera representado en la procesión del Corpus por un grupo de danzantes que, a veces, vestía trajes propios de su menester (cuando ellos mismos bailaban) o alusivos al oficio de quienes les pagaban (en el caso de que fuesen bailarines profesionales). Tal creemos que ha debido ser la razón por la cual, todavía en nuestros días, los intérpretes de esta danza suelen ir vestidos de blanco y con enagüillas, al estilo de los labradores levantinos de hace cinco siglos, ya que es muy frecuente hallar, entre las descripciones que mencionan el tipo de traje llevado por los danzantes, la frase: «De valenciano» o «de labrador valenciano».