Joaquín Díaz

Carta del director


Carta del director

Revista de Folklore

Sacrificios los justos

30-07-2024



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Acaso sea el sacrificio de Isaac uno de los episodios bíblicos que suscita más interpretaciones y lecturas dispares. El arte y la literatura se han aliado a menudo para presentar una exégesis convincente de un episodio tan extraño como incoherente: un dios incomprensible, que habita en una carpa en una montaña, exige a Abraham que ofrezca en sacrificio a su propio hijo para, finalmente, enviar a un ángel de sus huestes que detendrá la mano asesina impidiendo la ejecución. Se ha llamado a la Biblia «libro de los libros» o «sagrada escritura» para dar a entender que el texto es un compendio de vetustos y venerables relatos, muchos de ellos ejemplares o aplicables a una ética deseada, que explicarían -o servirían para explicar- el comportamiento humano a la luz de sus creencias y costumbres más comunes. Pero ¿qué análisis cabe hacer de una orden que parece proceder de un capricho contra natura? El episodio del sacrificio de Isaac por su padre (que Elohim ordena se realice en el monte Moriah, donde luego se asentaría el Templo) está encastrado –literalmente aislado– en medio de una sucesión de acontecimientos que van a dar origen en el libro del Génesis a pueblos y religiones del mundo antiguo. La parábola anuncia la llegada de un tiempo en que no sería ya necesario el ancestral sacrificio de los primogénitos para ofrecerlos a un dios cruel y lejano. Más aún, a mi juicio Isaac es una imagen del futuro, una representación viva de la posteridad, a la que la fe insensata e irreflexiva de su padre –o tal vez la envidia– quiere aniquilar en aras de un credo. Tal vez, como intuía Jacques Lacan, ese dios exigente (Elohim, ser supremo) no tiene nombre para ser pronunciado porque en realidad es una función, es la personificación del pasado, de lo establecido, de la tradición.

Durante toda mi vida he desconfiado del valor de un futuro sin la custodia y amparo de un pasado selectivo y enriquecedor. Nada de lo que nos va a suceder tendría sentido si no estuviera previamente escrito y necesariamente prescrito. Ese paso casi imperceptible de unas edades a otras, de unas generaciones a las venideras, es lo que da verosimilitud y elucida el capítulo 22 del primer libro de los libros: lo que está por venir se nutre de lo pretérito y por tanto de ese nexo no puede derivarse más violencia que aquella que provenga de la tensión generada por una transición generacional. El sentido común se transfigura en ángel y evita la catástrofe de hacer desaparecer cualquier asomo de posterioridad. Abraham no conocía las posibilidades del futuro porque el futuro solo era un contingente y aún no era ni siquiera un concepto. En un momento de lucidez, el patriarca, el padre de todos los hombres creyentes, se da cuenta de que su acto no solo convertirá a Isaac en un occiso sino que creará una inquietante incertidumbre sobre todo lo venidero. Según una ley primitiva, su papel de sacerdote –es decir de encargado de ejecutar lo sagrado– debía dar a sus actos un sentido de sacrificio sancionado con la sangre de la víctima. Recuerdo muy bien con qué seriedad reverencial mi amigo Manuel Fernández Escalante me explicaba ese rito por el cual en las antiguas civilizaciones se sellaban los pactos testamentales haciendo correr la sangre por encima de los signos que representaban lo pactado. Y sin embargo, de pronto, Abraham repara en que esa sanción acabará radicalmente con su propia sucesión, dejando sin vida a su heredero, al continuador de su estirpe.