30-06-2024
En cuanto la sociedad se organizó para fiscalizar y regular la vida del individuo en colectividad, surgieron las primeras formas de religión que dictaban normas de comportamiento de acuerdo con un concepto ético o un principio moral. Todas las religiones han perseguido generalmente como objetivo prioritario la regulación comunal de un razonamiento individual, cual es el de responder interiormente a la necesidad de una referencia superior en la vida y en la muerte. Ese complejo entramado de reglas, normas, relaciones y referencias ha permitido al ser humano situarse en el plano terrenal con unas aspiraciones razonables de elevarse a otros planos más dignos y duraderos. Y en lo que se refiere a rituales, no pueden olvidarse tampoco, las innumerables prácticas unidas a advocaciones familiares -jaculatorias, oraciones breves, plegarias, preces- que daban al creyente una cercanía y hasta una cierta familiaridad con los santos protectores.
El cristianismo no se origina en un libro concreto sino en el mensaje oral, y esa forma de transmisión de la vida y el misterio se fijaron por escrito posteriormente para que su lectura y recitación, en cualquier circunstancia o lugar, pudiese proteger a los más débiles del temor a la muerte y a lo desconocido. No resulta demasiado extraño comprobar -la muerte sigue estando presente en lo cotidiano- que hoy en día continúa la tradición con la misma fuerza que tuvo en sus orígenes: la palabra sirve de escudo y nos protege contra el temor a lo ignoto. En algunas familias españolas, durante siglos, esa protección tuvo nombre de santo y se llevaba colgada del cuello en un pequeño envoltorio o escapulario. Las palabras que contenía ese papel se repetían por la noche antes de acostarse. En el papel doblado aparecía San Benito sosteniendo una cruz en su mano derecha. La cruz representaba el poder salvador de Cristo y la obra de la evangelización por los benedictinos a lo largo de los tiempos. En su mano izquierda tenía un libro conteniendo la Santa Regla de su orden. A su derecha aparecía una taza rota. Esa copa se decía que había sido envenenada por unos monjes rebeldes que no estaban a gusto con San Benito, pero se rompió cuando San Benito hizo una señal de la cruz sobre ella y le salvó la vida. A su izquierda había un cuervo. El cuervo llevaba una hogaza del pan envenenado que los monjes trataron de dar a San Benito. Por encima de la cabeza estaban las palabras: Crux Sancti Patris Benedicti (Cruz del Santo Padre Benito). Alrededor del borde se leían las palabras: Ejus in obitu nostro praesentia muniamus. (Que en nuestra muerte seamos fortalecidos por su presencia).
Empezando por la parte superior, en el sentido del reloj, y alrededor del borde, aparecían las iniciales de una oración que se recitaba así: «Que La santa Cruz sea mi luz y que el Demonio no sea mi guía. Retírate Satanás. No me sugieras vanidades. Cosas malas son las que tú ofreces. Bebe tú mismo tu veneno. Paz».
Las imágenes creadas por artistas de todas las épocas para prevenir y aleccionar a los cristianos, estaban basadas habitualmente en preceptos minuciosamente decretados por la autoridad eclesiástica. Una buena o una mala muerte eran representadas en las imágenes que se veían en las paredes de los dormitorios tal y como habrían sido descritas por decretales de diferentes papas. Dichas decretales se iban ampliando y desarrollando en obras debidas al celo y preparación de obispos como Agustín Barbosa, eclesiástico portugués que empleó su vida entera en describir con todo detalle cómo debían comportarse los cristianos en cualquier circunstancia de la vida o de la muerte. Barbosa llegaba incluso a decir que el médico llamado a la cabecera de un moribundo debía insistir para que éste llamase a un sacerdote y se confesara, inclinando de ese modo a su favor la balanza en la que buenas y malas acciones eran presentadas por los ángeles ante Dios.