29-02-2024
Alguna vez me he referido en estas cartas con que se abre mensualmente la Revista de Folklore al padre jesuita Jerónimo Román de la Higuera, famoso fabulador del siglo XVI, quien con indudable acierto y habilidad recurrió al arte de escribir cronicones para trufar la historia de contingencias y embustes. Probablemente una de sus creaciones más imaginativas, el Chronicon de Luitprando, combina el nombre de un célebre viajero y escritor del siglo X –Liutprando, obispo de Cremona–, con unas crónicas que Luitprando (o Eutrando) habría redactado durante el tiempo en que había estado en las cortes de Berengario II y de Otón I. En las notas de Román de la Higuera aparece la curiosa mención, repetida luego hasta la saciedad por la costumbre tan española de creernos lo que se repite mucho, de que los restos de los pastores que primero adoraron a Cristo recién nacido en Belén habían sido traídos a la ciudad salmantina de Ledesma por un cruzado. Bien custodiados en un cofre que se halló en una torre de Jerusalén, las dos calaveras, junto con el resto de los huesos que habrían pertenecido a otra persona, no hubiesen revelado ningún dato sobre tales restos si no se hubiesen encontrado en el cofre unas tijeras de esquilar ovejas y un zurrón con diferentes objetos pastoriles. También en un pergamino estaban escritos los nombres de los tres afortunados, Isacio, Josefo y Jacobo, parientes entre ellos y nacidos en Nazaret. Todas estas informaciones, por algún tiempo olvidadas y de nuevo vueltas a poner en cuestión, se «completaban» de vez en cuando con novedosos descubrimientos, como el realizado hacia 1860 por el diplomático Antonio Bernal, cónsul de España en Siria y Palestina, quien obsequió a la iglesia parroquial de Fuenterrabía tres objetos traídos de Tierra Santa: el candado del santo sepulcro, un capitel del pretorio de Pilatos y el relicario de los pastores de Belén. Este último regalo era una arqueta relicario tallada sobre mármol blanco que contenía tres huecos donde habían de alojarse los restos mortales de los bienaventurados. Bernal había trabajado según parece con el arqueólogo italiano Carlo Claudio Guarmani, quien, además de obsequiar al cónsul determinadas piezas, describió todas sus experiencias habidas en los santos lugares en el libro Gl`italiani in Terra Santa. Reminiscenze e ricerche storiche, editado en Bolonia en 1872.
Creo que la fama de mentirosos de los pastores, de donde vino la palabra «patraña» o pastraña o pastoranea, debía aplicarse más bien a aquellos clérigos ociosos que entretuvieron sus horas de holganza imaginando historias nunca sucedidas y siempre alimentadas por nuevos descubridores, más papistas que el papa, que añadían leña a la hoguera de vanidades y presunciones. Los pastores entretenían su escaso tiempo libre en mejores y más artísticas distracciones, una versión holística de la vida y la naturaleza a cuyo estudio se dedica el primer artículo de este número.