30-10-2023
Algunos pensadores –de los pocos que aún quedan en una sociedad en la que el cerebro se ejercita mucho menos que el resto del cuerpo– se preguntan si la humanidad progresa adecuadamente por los vericuetos que ha elegido. Frente a las teorías ochocentistas que presumían de avances significativos de los seres humanos con respecto a los núcleos primitivos y salvajes de población, nos encontramos con que el número de actos de violencia entre personas ha crecido hasta extremos alarmantes y que si no se dan casos de canibalismo es porque los regímenes alimenticios mitigan o disimulan los deseos de triturar al enemigo con los dientes. Puede ser que «por un garbanzo no se pierda la olla» pero la cantidad de garbanzos que nos pueden alterar la masticación es tal, que suenan las alarmas en casa de los sabios. La violencia necesita de nuevos adjetivos para calificar fielmente su crueldad, y el ensañamiento de algunos casos domésticos o de género llega al extremo de recurrir a la denominada violencia vicaria para causar el daño más agudo que se pueda concebir. Marylène Pathou-Mathis asegura, sin embargo, que «la violencia no está inscrita en los genes del ser humano y su aparición obedece a causas históricas y sociales. La noción de “violencia primigenia” es un mito y la guerra no es un elemento íntimamente ligado a la condición humana, sino el producto de las sociedades y de sus correspondientes culturas. Los estudios sobre los primeros grupos sociales humanos nos muestran que las comunidades de cazadores-recolectores superaban mejor las crisis cuando sus relaciones descansaban en la cooperación y ayuda mutuas, en vez de basarse en el individualismo y la competición».
¿Es esto así o estamos de nuevo ante el voluntarismo de la Antropología que presume erróneamente de la capacidad evolutiva del individuo? ¿Por qué algunos de los llamados libros sagrados atribuyen al diablo la enseñanza del mal que luego utiliza Caín? ¿Acaso el episodio de la lucha mortal entre hermanos está motivado por el deseo reprobable de unirse uno de ellos a su propia hermana para poblar la tierra? Aún más: ¿quién hizo la selección de los textos que habrían de componer la Biblia?
La historia de las religiones tiende a exponer el origen de la maldad en determinados relatos y mitos que simplifican su naturaleza y la convierten en un conflicto de fácil comprensión: el orden frente al caos. Estas formas simplistas de abordar problemas complejos que están en la propia naturaleza del ser humano, tratan de eludir un análisis serio y terminan por reconocer que el orden es un reflejo del poder divino mientras que el mal, el caos, no tiene explicación porque emana de lo oscuro, del desorden, de la ausencia de Dios. El libro de Job, aquel personaje tan paciente como incomprendido, es el primer alegato bíblico de un ser humano contra un Dios que parece desaparecido de pronto del mundo que creó: «Desde la ciudad gimen los que mueren, el herido de muerte pide auxilio, ¡y Dios sigue sordo a la oración!».
La ausencia, la indiferencia o la sordera de Dios, sin embargo, no son la única explicación de la maldad. Hay, en casi todos los relatos de la creación una especie de pecado original que paradójicamente tiene que ver con la búsqueda del conocimiento. En alguno de esos relatos legendarios se nos presenta a Satán incluso como «el que sabe», tratando de explicar la adquisición de los conocimientos por los humanos como un drama en el que mientras unos actúan otros son espectadores, si bien espectadores cansados de contemplar tanta angustia y tanta tristeza. Susan Sonntag ya supuso que la indiferencia que experimenta el individuo de hoy ante el dolor ajeno tendría mucho que ver con la saturación de imágenes destructivas que soportamos a diario. Algo así como una insensibilización ante el horror, como un escudo ante la pena. Hannah Arendt también nos explicó que el mal podía llegar a ser banal, relacionando el asesinato de seres humanos con la frialdad de una burocracia capaz de justificarlo como si solo fuese un trámite administrativo en el que el único responsable era el funcionario.
Marcus G. Singer escribió, tratando de resolver la paradoja de Epicuro, que «si algo es realmente malo, no puede ser necesario y si es realmente necesario no puede ser malo».
Bendita filosofía que todo lo resolvía con palabras.