30-09-2023
Que la vida política ha ocupado la mitad de nuestras existencias es fácil de demostrar si recurrimos simplemente a las hemerotecas desde que a mediados del siglo xix comenzaron los diarios y periódicos a ser alimento cotidiano de lectores. Más difícil sería demostrar si esa presencia ha coincidido con una influencia positiva para los comportamientos públicos. La corrupción y la mentira se han ido enseñoreando de las líneas de actuación de muchos dirigentes y han salpicado -y en ocasiones manchado definitivamente- el ámbito público y las conciencias privadas. Sería ingenuo pensar que los dos últimos siglos, cuajados de revoluciones y contrarrevoluciones, han sido el germen de tanto despropósito: cuando todavía no se ha conseguido llegar a conciliar política o económicamente a un territorio tan complejo y diverso como el que abarcan los países del continente europeo, surgen voces contrarias a la idea integradora, basándose en la idoneidad de los antiguos nacionalismos frente al concepto «inventado» y débil de la unidad. No seré yo quien ponga argumentos de peso en cualquiera de los platos de la balanza para desequilibrar un asunto que ha alimentado o provocado históricamente guerras y luchas sin cuento. Sí quisiera, sin embargo, recordar que los sentimientos y las creencias de los habitantes de Europa fueron ya manipulados desde muchos siglos antes de la Revolución francesa, mezclando milagros con tributos, religión con mitos, monarquías con santidades. No sería baladí recordar que entre los reyes canonizados en la Edad Media se encuentran Carlomagno, San Denís, Eduardo de Inglaterra o Enrique II de Alemania. De aquellos polvos vienen estos lodos y resultaría difícil discernir qué parte de la actividad de estos monarcas quedó libre de las ansias de poder, de los onerosos fanatismos territoriales o de los belicosos nacionalismos que ya empezaban a hacer su agosto.
Todas estas consideraciones no pasarían de una melancólica reflexión si no constituyeran el terreno abonado para el crecimiento y difusión de mitos y leyendas, alentados por intereses palaciegos primero, pero aventados después por el incendio de la tradición oral. En ese fuego han ardido y vuelto a renacer de las cenizas multitud de personajes reales o inventados. Entre todos ellos tal vez se lleve la palma -nos lo recuerda el primer artículo de este número-, el emperador Carlomagno, quien rivalizaría con el apóstol Santiago en el favor popular, compartiendo con él asimismo las sendas y caminos por los que transitarían millones de peregrinos con sus fardeles repletos de ilusiones legendarias a lo largo de más de mil años. Carolus Magnus mezcla así su historia no probada con las andanzas de Fierabrás, de Roldán, de Galafre el gigante y de los Doce Pares de Francia, que se integran sin dificultad en unas danzas guerreras (los dances son representación, música y baile tan necesarios para el pueblo), bajo la sempiterna capa de los moros y los cristianos.