30-04-2023
En varias de las composiciones que caracterizan al género, el romancero español ha inmortalizado a un mes durante el cual la naturaleza hace explosión. El romance del prisionero relata la tristeza de un cautivo que intuye, en las largas horas de su soledad, cómo en el exterior la vida despierta y todos los árboles y plantas medran, lejos ya de los inclementes fríos del invierno. El mundo vegetal y animal recuperan su vigor mientras los seres humanos, contagiados por el esplendor del entorno, cantan al amor como símbolo de una renovación cíclica. Trigos, cebadas, avecillas, caballos, toros, acompañan al amor que, «sin regla cierta» –como diría el Arcipreste– enloquece a la humanidad con una enajenación irracional. Este trastorno de la existencia no podía por menos que ser observado y festejado desde los más antiguos tiempos. Muchas civilizaciones celebraron con alegría, canciones y danzas a esa época del año en que dioses y personas celebraban el fin de la oscuridad y la victoria de la luz. Griegos y romanos, predecesores y mentores de nuestra cultura, representaron con divinidades femeninas ese renacimiento incontrolable. La «Bona Dea», a la que muchos autores atribuyeron el nombre de Maia, protegía la fertilidad de la tierra y sus habitantes, siendo representada en la iconografía como portadora de una cornucopia o cuerno de la abundancia.
La tradición nos ha transmitido numerosos ejemplos de cómo perduran en las culturas los restos de antiguas religiones. La Iglesia católica, desde los primeros siglos, ha sido un ejemplo a la hora de solapar sin rupturas ni violencias aquellas creencias que estaban más arraigadas en el sentir de las gentes. El artículo que firma José Luis Puerto en torno a esas supervivencias me ha traído a la memoria dos curiosas costumbres que tuve la suerte de recoger mientras hacía trabajo de campo. Una de ellas tenía que ver con las bodas fingidas, extraña práctica llevada a cabo por niños y niñas, que yacían juntos en una especie de inocente ceremonial iniciático. La otra, más relacionada con un rito petitorio en el que se solicitaba un aguinaldo para la Maya que estaba en una especie de altar adornado con flores frescas, llevaba aparejada una procesión por las calles del pueblo en la que se iban interpretando estrofas como la siguiente: «A pedir venimos, tengan buenos días, la hostia y el cáliz, la Virgen María. Digno es de alabar: Cristo dio su sangre por la cristiandad». La solemnidad y el ritual religioso quedaban humanizados en su parte final con una estrofa que revelaba el verdadero propósito de la peculiar costumbre: «A pedir venimos cuatro candongonas, tó lo que cojamos, todo pa nosotras…», frase con la que se anunciaba claramente que con una suculenta merienda también se festejaba a la primavera.