Joaquín Díaz

Carta del director


Carta del director

Revista de Folklore

Monjas choristas

30-01-2023



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Si subo a la torre y toco las campanas
la abadesa dice que soy holgazana…

La sabiduría popular pone en boca de una joven novicia el poco interés que la música, ya fuese de campanas o de cualquier otro instrumento, despertaba en muchas órdenes religiosas femeninas. Algunas permitían que las jóvenes que entraban en religión llevaran al convento, como recuerdo del mundo que dejaban, algún instrumento musical para entretener las horas libres, que eran muy pocas o ninguna. Precisamente en el primer artículo de la revista de este mes, se puede comprobar que la joven Juana de la Cerda y de Mendoza lleva en la dote que aporta al entrar en religión, una pandera, tal vez confeccionada con el aro de un harnero, si suponemos que tenía un tamaño superior a los panderos normales. Muchos monasterios guardaban en baúles y arcas las castañuelas y palillos que habían ido llevando las postulantes a lo largo de los siglos al tomar los hábitos. En el Museo de nuestra Fundación tenemos un clave, fabricado por el vallisoletano Zeferino Fernández en 1750, que acompañó a una joven monja en su retiro del monasterio de la Purísima en Olmedo y que, probablemente, una vez fallecida su propietaria, pudo sufrir el intento de convertirlo en un fortepiano, que era lo que se debía de llevar a comienzos del siglo xix. También tenemos, en la sección de idiófonos, una carraca policromada con un par de lengüetas apoyadas en una tabla de madera, cuya parte posterior muestra un papel en el que se indican todas las instrucciones que deben observarse para su correcto uso: «a las 3 se empieza a tocar el Viernes Santo en la Capilla…». Las instrucciones marcan claramente por dónde debe circular quien vaya agitando la carraca, así como los lugares y el tiempo que debe hacer girar la manivela para que suenen las lengüetas.

En los archivos musicales de esos mismos conventos de que hablamos –si es que no han desaparecido ya– se pueden observar también, junto a las partituras y papeles de la música de órgano para acompañar la liturgia habitual, textos manuscritos conteniendo pastorelas y villancicos que se acompañaban con panderetas, tamboriles, tablillas o castañetas y que desvelaban el origen rural de la mayoría de las profesas. Recientemente, incluso, ha llegado a nuestro museo un maravilloso instrumento de un desaparecido convento cordobés, denominado, creo que impropiamente, «carrañaca», que es un prodigio de ingenio al haber realizado las monjas con escasísimos medios un remedo de un bastón militar de los denominados «turkish crescent» con los que los directores de esas estruendosas bandas otomanas que asustaron a Europa, marcaban el ritmo de los grandes tambores. La media luna ha sido sustituida por una modesta campanilla y los cascabeles y algunas esquilillas terminan de darle un tono más angelical que bélico.

José Miguel Lorenzo Arribas recuerda, en un artículo titulado «Monja que canta, no paga», un tratado del siglo xvii que rezaba: «De ninguna otra forma, pueden las monjas, aunque sean con consentimiento de todas, recibir novicia alguna a la profesión de chorista sin que traiga dote; sino es que entre en alguna plaza del patrón o se reciba por cantora, música u organista».