29-07-2022
En mi infancia, cada vez más lejana en el tiempo y cada vez más presente en los recuerdos, los acontecimientos se medían y valoraban por la capacidad que tenían de sorprendernos. Estrenar un reloj, por ejemplo, estaba entre los hechos insólitos y casi milagrosos que se prolongaban mágicamente en el tiempo, habida cuenta de la escasez de recursos familiares y de la solidez de los artefactos suizos de pulsera que solían instalarse en nuestras vidas como regalo de primera comunión o tras una operación quirúrgica grave superada con éxito. Mostrar el preciado objeto que acababa de entrar en nuestras existencias a los compañeros de escuela o de colegio, constituía una preocupación más entre las que amenazaban la rutina de nuestros primeros años: la evidencia de que nos sentíamos orgullosos con la «joya» que acabábamos de incorporar a nuestra muñeca, contrastaba con el miedo a perderla o romperla, pero más aún con el temor ante los comentarios de los graciosos de turno que, al contemplar el aspecto dorado de la pieza sentenciaban: «es de oro de lo que cagó el moro». Como casi todas las frases proverbiales, cortas y certeras, cargaba su significado sobre el escaso valor que podía tener un metal excretado por alguien de quien no podíamos esperar nada bueno. Algunos estudiosos hacen proceder la frase de los años finales de la Edad Media, aunque casi todas las explicaciones suenen falsas o forzadas.
Pero si las paremias se inventaron para guiar a los niños y jóvenes en el camino de la vida, no digamos nada del efecto que los cuentos, facecias y romances ejercían sobre el ánimo y la voluntad de todos, sin distinción de edad, desde los tiempos más antiguos. Repasando el catálogo que Antii Aarne elaboró (y completó Stith Thompson) sobre los motivos que se podrían contar en forma de relato en veladas y reuniones, se da uno cuenta de que casi todas las virtudes y defectos del ser humano están allí reflejados en formato de narración. Entre los vicios más frecuentes se cuenta el de la ambición desmedida, tendencia que caracteriza y califica a una parte de la humanidad, preocupada por engañar a la otra parte con sus pretendidas astucias. Es entonces cuando el oro, que no debe confundirse con cualquier otro metal o aleación que reluzca, es trasladado al mundo animal para que se obre el milagro de que los detritos de las bestias parezcan tesoros. Los caminos por los que el comportamiento ético es juzgado se derivan hacia los intestinos de burros y cabras que elaboran valiosos coprolitos, objetos del humano deseo. Tal vez haya en esas moralejas antiguas que enseñan a vivir, una relación encubierta entre el dinero y la suciedad, entre los metales aparentemente preciosos y la futilidad de poseerlos. La ambición es engañada por la astucia y ésta queda en entredicho por la propia sociedad, que prefiere aceptarla como un recurso antes que avalorarla como un honrado proceder. El oro se transforma entonces y deja de ser un simple patrón económico para acceder al terreno de la anfibología, tan transitado y querido por los contadores de historias o por los dibujantes de estampas. Lo sagrado y lo profano, el cielo y el inframundo quedan así en una misma viñeta como se muestra en nuestra portada, que reproduce una imagen de un ciudadano francés limpiándose el culo con el Breve papal en el que se condenaba la Constitución civil del clero promulgada por la Revolución. El bien y el mal, el poder y el contrapoder, la religión y la superstición, la norma y la libertad. Una palabra mágica –un abracadabra, brielebrit o ábrete sésamo– tienen la capacidad de transmutar mágicamente lo sucio en brillante, los excrementos en tesoros, lo corrompido en acrisolado. A ver si va a ser verdad la frase de que «el esfuerzo es la magia que transforma la ilusión en realidad»…