30-03-2022
García Lorca recordó la poesía preislámica en sus casidas del Diván del Tamarit. Su temática es diversa y a veces no respeta la forma ni el estilo de los poemas clásicos árabes, pero una en particular, la «Casida del llanto», despertó en el cantautor Carlos Cano sentimientos especiales. Tal vez un desasosiego por el universo entero, un llanto por la humanidad, que impresionó a Carlos hasta el extremo de pedirnos a varios amigos de su generación que le acompañáramos para fijar en un canto común lo que él sentía al pronunciar en alto el texto lorquiano:
… el llanto es un perro inmenso,
el llanto es un ángel inmenso,
el llanto es un violín inmenso,
las lágrimas amordazan al viento
y no se oye otra cosa que el llanto…
Para esa grabación nos reunimos en Madrid Javier Krahe, José Antonio Labordeta, Luis Pastor, Alberto Pérez, Chicho Sánchez Ferlosio, Pablo Guerrero y el propio Carlos Cano para rezar juntos por las lágrimas de los hombres. Carlos había preparado concienzudamente el disco y tuvo palabras y abrazos para todos. Para los que le acompañábamos en esa Casida y para otros que lo hicieron en diversos temas, como el maestro Paco Ibáñez, Santiago Auserón, José Menese, Marina Rossell, Javier Ruibal o el mismísimo Orfeón Donostiarra. Es como si Carlos hubiese querido estrecharnos a todos y cada uno para abarcarnos en su pecho -en ese pecho herido- antes de partir definitivamente para instalarse en el recuerdo y dejarnos el legado de su voz.
La transmisión de las ideas por medio de la voz es tan antigua como la civilización, que según algunos antropólogos comenzó la mañana en que un individuo, al despertar, necesitó explicar a su vecino el sueño que acababa de tener. Tan antiguo como esa necesidad de transmitir -que sintieron de una forma o de otra todos los cantautores- es, sin embargo, el recelo que esa capacidad suscita en quien no la tiene o en quien no la comprende o no la acepta porque le asusta. Platón, uno de los primeros filósofos que usó el lenguaje –o sea la palabra- y la sabiduría –o sea la verdad- para dar una respuesta coherente a la sociedad desorganizada de su época, encontró un conflicto entre poiesis y Estado, entre caos y organización, entre lo divino o intangible y la existencia cotidiana. Y en su obsesión por crear un Estado ordenado y común puso en cuarentena la voz creativa por el enorme potencial que se encerraba en tan pequeño órgano, capaz de espantar el miedo, desterrar el dolor, suscitar la alegría, despertar compasión y provocar el llanto. Preocupado por la fuerza de esa palabra que persuadía con su sonido y que era capaz de evocar tantas cosas, escribió: «... Si arribara a nuestro Estado un hombre cuya destreza lo capacitara para asumir las más variadas formas y para imitar todas las cosas y se propusiera hacer una exhibición de sus canciones, creo que nos prosternaríamos ante él como ante alguien digno de culto, maravilloso y encantador, pero le diríamos que en nuestro Estado no hay hombre alguno como él ni está permitido que llegue a haberlo, y lo mandaríamos a otro Estado, tras derramar mirra sobre su cabeza y haberlo coronado con cintillas de lana».
La admiración y el temor que suscitaba el canto de cualquier poeta en el organizador del Estado perfecto, no eran gratuitos ni superfluos. En realidad, y suplico que no se tome este pensamiento como pedantería, pocas cosas diferenciaron esencialmente a los cantautores de los años 60 de los poetas griegos o de los trovadores provenzales: usamos la palabra, como ellos, para sugerir o imaginar sueños eternos, gracias a esa misma palabra pudimos penetrar en las emociones y finalmente guardamos en lo más recóndito de nuestro recuerdo esos sonidos convincentes emitidos por voces distintas, peculiares. El lugar común al que todos llegamos, al que accedimos desde diferentes caminos era nada menos que la vida y el aprendizaje para morir dignamente, cuestión a la que el género humano había dedicado ya millones de horas y de páginas. Y de lágrimas, claro.