30-11-2021
Posiblemente sea la vida de Don Gato uno de los romances con estribillo más célebres de la lengua española. Lo hemos cantado, bailado y nos ha acompañado en nuestros juegos cualquiera sea la edad en la que ahora nos encontremos. La vida y muerte –y a veces resurrección del gato–, nos ha hecho meditar también sobre la brevedad de la existencia y sobre la similitud entre los comportamientos de algunos animales y nuestros propios afanes. A mí -no lo puedo remediar- el romance de don gato me recuerda la vida y los sermones del loco Amaro, orate que tuvo su púlpito permanente en las calles de Sevilla a mediados del siglo XVII y cuya breve biografía, junto a sus pláticas desternillantes, rescató del olvido el historiador Carlos Ros. Cuenta Ros que, en una ocasión en que la esposa de Amaro fue a visitarlo tras años de reclusión en la casa de Inocentes, el loco prefirió no conocerla o hacer que no la conocía y ni siquiera levantó la vista para mirarla. Un poco contrariada decidió por fin dirigirle la palabra: –Amaro, ¿no me recuerdas? Soy tu mujer… A lo que el loco, tras elevar los ojos hasta ella y comprobar que se había quedado calva, contestó: –Señora, cuando yo dejé a vuesa merced la dejé ciruela de fraile y ahora la encuentro castaña pilonga, conque a otro perro con ese hueso…
Sus sermones, transcritos por obra de alguna mano que probablemente era longa manus del propio arzobispo, siempre divertido y sorprendido ante las ocurrencias de Amaro, alcanzaron fama tanto por las licencias de su latín macarrónico como por las pullas que lanzaba entre idea e idea a quien no le atendía o se reía de él. Por lo que dejaron escrito de sus sermones, las imprecaciones y las avemarías volaban por la plaza con suma facilidad y no es de extrañar, porque, como decía él interpretando a su manera la visita del ángel a María: «Hasta aquí no tenemos dificultad. ¿Pues por qué? Porque claro está que si el ángel venía volando tenía alas, que con decir “ave” se explica».
Es evidente que la locura no radicaba en lo que decía sino en cómo relacionaba cosas absolutamente disímiles. Lo que tenían de desacordados sus discursos estaba en que no armonizaban –ni le importaba– unos temas con otros. Tampoco sabemos qué semejanzas encontraba Amaro entre los alguaciles y los gatos de Algalia –tan famosos ellos hace unos años en la epidemia del Síndrome Respiratorio Agudo y Severo, y porque el culo les olía estupendamente–, pero en sus sermones se puede leer: «Te veo, alguacil del prendimiento, contigo hablo, cara de cuajareta. Preguntan los Setenta en qué se parecen los alguaciles a los que crían gatos de Argalia… Claro es que no lo sabéis. Pues yo os lo diré, estadme atentos. Mandóle Dios a su caudillo Moisés que le diese de beber a su pueblo y el santo patriarca se llegó a una desdichada piedra que estaba en el desierto y empezó a matarla a palos con una vara hasta que la hizo sudar a caños el agua, o argalia, y de esta manera bebió el pueblo abundantemente. Lo propio hace aquel cornudo sayón, cara de hojaldre, el cual tiene una vara que le ha dado el rey mi señor y mi primo, para que en la Costanilla atienda a que no le quiten a cada uno lo que es suyo, y él con la vara le quita al pobre cuanto lleva comprado con el sudor de su trabajo. ¿Y para qué se lo quita? Para que coman los cornudos de sus hijos y la borracha de su mujer, que con aquel gato de Argalia se casó. A palos como el gato de Argalia les hace dar el sudor a los pobres; pues cara de mojarrilla, te llevará el demonio como lo dijo mi padre San Jerónimo: Imposibilis salvantur…»
¿Será cierto que la salud eterna es imposible para aquellos que no quieran salvarse? ¿Nos estará advirtiendo Don Gato como el gato de Cheshire de Lewis Carroll en el libro de Alicia? ¿Sabremos dónde vamos, o todo dependerá de dónde queramos ir?