28-02-2020
Lo popular y lo culto parecen dos hermanos que no se llevan bien. Ambos pertenecen a una misma familia, proceden del entusiasmo procreador de unos padres y de ellos heredan características, cualidades, virtudes y defectos que se manifiestan después, particularmente en las relaciones con el entorno. Sería obvio decir que no se expresan del mismo modo, que su lenguaje –aun tratando de contar los mismos temas– los distancia y que produce resultados sorprendentemente diversos. Sin embargo, y lejos de ser un defecto, sus aportaciones alimentan un caudal con aguas varias que enriquecen el cauce común.
A todos estos problemas se refiere el artículo que encabeza la revista de este mes: Helena Cortés analiza en él (al hilo de la aparición de su traducción de la primera edición de los cuentos de Jacobo y Guillermo Grimm) la necesidad de conocer las dos vertientes de un corpus que ha llegado a ser patrimonio universal (ya lo era, porque el legado procedía de una cultura compartida) gracias a las variantes en que los cuentos se han ido produciendo y difundiendo. El hecho de que las versiones no sean iguales habla por sí mismo de la importancia que el escritor culto y el narrador popular dan al concepto de autoría. Ese concepto varía, siguiendo criterios dictados por la moda o la moral, durante la vida activa de los Grimm: a una sociedad eminentemente rural y colectivista le va a sustituir un grupo social principalmente burgués que controlará las fuentes del poder.
La palabra burguesía hacía referencia históricamente al colectivo de personas que vivían en las ciudades, en los burgos, durante la Edad Media y que habían conseguido liberarse de las cargas de la servidumbre tras un período de tiempo de estancia en la ciudad: «El aire de la ciudad te hará libre después de un año y un día», se decía, aceptando una norma consuetudinaria por cuyas cláusulas una persona podía pasar de la esclavitud a la libertad si se establecía en un nuevo núcleo de población y no era reclamado en ese tiempo por su señor. Es evidente que esa clase de burguesía no tenía mucho que ver con la que se iba a imponer en la época de los hermanos Grimm, pero cabría establecer una similitud entre ambos conceptos si tenemos en cuenta que el siglo XIX todavía conocía la esclavitud del dinero –la posición económica, se llamaba entonces– y que la liberación progresiva de ese injusto yugo vendría a suponer un nuevo estatus para muchas personas, que pasarían del campo a la ciudad con la aspiración de crearse un futuro en un entorno aparentemente más libre.
Los hermanos Grimm suponían que a un tiempo más lejano correspondían más elementos míticos, de ahí que afirmaran que los relatos que recolectaban y publicaban como cuentos populares, descendían de antiguos mitos y leyendas. Los contenidos de esos textos, aun correspondiendo al mismo hecho, variaban enormemente según fuesen contados por un pastor o reflejados sobre papel por un escritor de moda. Nada impedía, sin embargo, que el pastor escuchara en alguna velada lo escrito por el autor literario ni que éste tomara de labios de cualquier rabadán la historia para convertirla en relato de éxito, como sucedió con los casos del «Corregidor y la molinera» de Alarcón, con la «Cenicienta» de Perrault o con «El sastrecillo valiente», de la propia colección de los Grimm. Lo único imprescindible era una historia a medio camino entre la verdad y la fantasía que contara con un personaje creíble y digno de admirar.
En general, la brevedad de los textos facilitaba que fuesen difundidos en soportes de papel fungible, casi de usar y tirar, pero asequibles para cualquier tipo de lector, tanto el que leía en el confortable hogar ciudadano como el que escuchaba la lectura al lado de la cocina baja mientras desgranaba maíz y atizaba el fuego. Ese mismo fuego que alimentó la imaginación de nuestros más lejanos antepasados y que creó la necesidad de transmitir los sueños.