30-11-2019
La sabiduría no fue nunca una cuestión de género. Sin embargo, y aunque muchas mitologías reconocen la existencia legendaria de divinidades femeninas ligadas a la inteligencia y al conocimiento, la ausencia de la mujer en la cultura española hasta tiempos recientes forma parte de la historia negra de nuestro país. Tanto las razones de esa injusta situación como las consecuencias que se derivaron de un hecho machista y estéril, han sido estudiadas y lamentadas profunda y largamente. Sólo necesitaré recurrir a un ejemplo para denunciar los prejuicios que ni siquiera la razón o el análisis fueron capaces de moderar: cuando la escritora palentina Sofía Tartilán solicita un prólogo a Mesonero Romanos para su libro titulado Costumbres populares (estamos hablando de 1881), el madrileño le contesta con una carta prepotente e inadecuada que Tartilán, muy inteligentemente, utiliza para encabezar su obra, segura de que el tiempo, que todo lo cura, habría de servir no solo para valorar su esfuerzo y para encomiar su capacidad e inteligencia, sino para arrojar sobre el misógino setentón de Mesonero toda la vergüenza que su escrito le debía haber procurado si lo hubiese revisado con un mínimo sentido crítico. De muestra servirán simplemente unas líneas: «Siempre he creído –escribía Mesonero– que la índole especial del talento femenino se aviene más con la expresión de los afectos del corazón y con las galas de la poesía, que con aquellos asuntos que requieren una aptitud especial de observación y de estudio, un profundo juicio crítico, gran conocimiento del mundo, y variada y extensa instrucción». La actitud y los comentarios de Mesonero parecerían excepcionales para la actitud que hoy predica la sociedad –aunque no siempre la observe–, pero durante mucho tiempo fue moneda corriente y más aún entre «intelectuales» que podrían haber intentado al menos corregir tendencias o manifestarse contrarios a costumbres poco aceptables. Las palabras tantas veces repetidas de Ortega y Gasset en las que un pensador como él se adhería sin condiciones a un comentario casi tabernario son sintomáticas: «El hombre inteligente siente un poco de repugnancia por la mujer talentuda». Sin palabras...
En realidad, e independientemente de que el género pueda influir en la forma en que se analiza un hecho, ni existen estudios etnográficos que no hayan recurrido a fuentes literarias de tipo costumbrista, ni tal género de literatura se da en estado puro o responde a unos parámetros exactos e inamovibles. Con frecuencia habría que hablar de «costumbrismo etnográfico» y muy comúnmente de «etnografía costumbrista».
En cualquier caso, lo que persiguen ciencia y género literario –de lo cual además se nutren fundamentalmente– es la descripción.
La una reseña objetos, piezas y prendas que sirven para identificar a un colectivo y el otro pormenoriza casi los mismos detalles, aunque, al hablar de los tipos humanos que hacen uso de aquellos objetos populares vaya más allá y se extienda a extraer consecuencias morales de sus comportamientos. Alguna vez he recordado que Mesonero Romanos quiso atreverse, después de pintar el Madrid «físico», a pintar el Madrid «moral», aunque lo hiciese de forma liviana y tratando de que la reprensión no pasara de amistosa y general admonición.
Larra, uno de los pocos articulistas que fue consciente de las limitaciones del costumbrismo, pone el dedo en la llaga cuando, al hablar de las cualidades de Mesonero, incluye alguna carencia, como aquella de que «retrata más que pinta», lo que es tanto como decir que se preocupa más de las facciones y aspecto externo de sus personajes que del reconocimiento y atención a su personalidad, aspecto en el que Tartilán le aventajaba y podía darle lecciones.