30-05-2019
El uso de la iconografía medieval en el primer Renacimiento es evidente, así como un gusto general por las representaciones públicas que se manifiesta tanto en el teatro como en la pintura: Durero en Apocalipsis cum figuris (1498), representa a muchos dragones en diferentes actitudes y con distinto pelaje pero hay uno en particular, el que es retratado junto al Ángel que baja del cielo y tiene en sus manos las llaves del abismo para encadenarlo en él por mil años (Apocalipsis 20, 1), que llama la atención por su aspecto. Esta criatura, que emerge de una especie de cloaca con tapa donde se supone que está el infierno, tiene todos los elementos para acreditarlo como personaje luciferino: cuernos, cabeza de león, tetas, cuerpo escamado, garras, alas y dientes afilados. El Demonio es un lugar común, utilizado para llevarse a los infiernos a los malvados y pecadores y siempre dotado de sus atributos más habituales, esto es, los cuernos, el rabo y las alas de dragón o de vampiro. Curiosamente, todos los monstruos que aparecen causando estragos y perturbación en determinadas poblaciones son descritos y pintados con semejantes características: el animal monstruoso suele tener cabeza (de animal o de mujer), cuerpo alado y escamado (habitualmente con tetas), patas con garras y rabo. ¿De dónde procede esa herencia iconográfica tan precisa y compleja?
En el origen de esas ilustraciones podría estar San Miguel y su lucha con los ángeles que se rebelaron contra el poder de Dios. En la epístola de San Judas (8-10), esos ángeles «que no mantuvieron su dignidad, sino que abandonaron su propia morada» condenan con su actitud por siempre a los herejes que los siguen a «corromper las cosas que, como animales irracionales, conocen por instinto». Hay, por tanto, una relación entre herejía (hereje significa partidario), irracionalidad (atavismo) y animalización, comenzando a representarse el mal y sus «partidarios» en forma de fieras, mejor cuanto más repulsivas y espeluznantes. San Miguel combate al dragón en el Apocalipsis y la descripción de la bestia a la que el arcángel se enfrenta no deja lugar a dudas: es un animal rojo con siete cabezas y diez cuernos y con una cola que arrastra a las estrellas a la tierra. San Miguel vence al monstruo: «y fue arrojado el gran Dragón, la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero. Fue arrojado a la tierra y sus Ángeles fueron arrojados con él» (Apocalipsis 12, 9-10). Poco después (Apocalipsis 13, 1-15), ese animal monstruoso, confiere su maléfico poder a la Bestia, con intenciones similares a las del Dragón descrito aunque en su aspecto externo sea «parecida a un leopardo, las patas como de oso y las fauces de león», y aparezca servida a su vez por otra bestia «que surgía de la tierra y tenía dos cuernos como de cordero, pero hablaba como una serpiente». Como se puede comprobar, las descripciones comienzan a ser más prolijas y mezclan características y cualidades atribuídas a diferentes animales para que el resultado final de la bestia provoque el mayor espanto y sugiera la mayor ferocidad. No hay que pensar, sin embargo, en que estos textos, que fueron el origen de las imágenes con que se ilustran los Beatos, fuesen considerados como fantásticos o descabellados. La época medieval reconoce a grifos, dragones y reptiles alados como pertenecientes a una fauna real y verdadera, y ahí está el segundo nivel del arca de Noé del Beato de Liébana para demostrarlo.
Pero volvamos a la iconografía de San Miguel y el Dragón cuyas representaciones, a partir de determinados textos medievales como el de Santiago de Vorágine, corren parejas con las de otros santos también relacionados en el legendario con seres monstruosos. Vorágine apenas dedica unas palabras al hecho de que el arcángel San Miguel sea el vencedor del demonio en forma de Dragón y sin embargo se explaya a la hora de definir la fiera a la que va a enfrentarse Santa Marta. La leyenda que, tras la muerte de Cristo, la supone viajando desde su tierra a Marsella, hace más verosímil la historia que sitúa después el obispo Vorágine en la región del Ródano, en la que se habla de un dragón, habitante de un bosque entre Arlés y Avignon, «de cuerpo más grueso que el de un buey y más largo que el de un caballo, mezcla de animal terrestre y de pez, con costados cubiertos de corazas, la boca con dientes cortantes como espadas y afilados como cuernos». Por si este retrato no pareciera suficientemente espantoso, el texto hace proceder al monstruo de una mezcla infernal de Leviatán –recordemos la lucha de Perseo con un monstruo que sale del mar para atacar a Andrómeda– con un onagro. Sorprende que una pintura tan bestial no se corresponda con la xilografía que acompaña el texto, de modo que el dragón domesticado por la Santa aparece, eso sí, con los consiguientes atributos de alas, cola, dientes y cuernos, pero poco más grande que un perrito faldero, con lo que las cuatro lanzas que le atraviesan en la segunda parte del grabado (la que describe el miedo de los lugareños a tener entre ellos al monstruo domesticado por Santa Marta y el consiguiente sacrificio del mismo) parecen excesivas y casi teatrales.
Los paralelismos entre la figura de estos monstruos y el espíritu del mal, encarnado en quienes emprendían persecuciones contra los cristianos, se evidencian, así como la consecuente y definitiva victoria de la fe sobre los comportamientos heréticos.