30-04-2019
Las primeras ordenanzas por las que había de gobernarse la República de Valladolid fueron impresas y mandadas pregonar el 31 de julio de 1549. En 1562 se reimprimieron. Alonso de Verdesoto, Regidor de la ciudad y miembro de una conocida y poderosa familia vallisoletana, mandó añadir una tabla o índice de la normativa, al tiempo que anotaba en los márgenes el contenido resumido de los capítulos. De la imprenta de Felipe Francisco Márquez salió la edición siguiente, la tercera, en 1681. Alonso de Riego, impresor de la Real Universidad, terminó de imprimir la cuarta el 24 de abril de 1737. La quinta corrió a cargo de Thomas de Santander en 1763 y finalmente la imprenta de Roldán publicó una sexta edición el 13 de diciembre de 1818. Sesenta y dos ordenanzas que advertían acerca del comportamiento que vecinos y forasteros debían observar en todo lo relacionado con la cosa pública: de hecho, la mayor parte de las normas procedía de unas ordenanzas anteriores que, si bien no habían sido sancionadas por la autoridad Real, habían servido durante años como ley consuetudinaria. La circunstancia de que muchos artículos hubiesen perdido, por uso y abuso, su eficacia, unida a un deseo de actualizar y compilar en un solo «corpus» todas aquellas leyes, impulsó a Juan de Mosquera y Molina, Regidor de la Villa, a presentar al Consejo de su Majestad el Emperador Carlos una nueva compilación que contemplase, tanto el proceder incorrecto de algunas personas en el desarrollo de sus oficios, como la correspondiente sanción. En resumen, todas las ordenanzas se referían a tres aspectos fundamentales: evitar fraudes, ordenar la convivencia y atender a la posible mejora de la policía o buen orden de la Villa.
Ya la primera ordenanza en su capítulo primero habla de las personas que ostentaban el cargo de «fieles» de los bastimentos –o sea de las provisiones para la población–, cargo para el que se les había elegido por ser individuos de confianza ya que, de no ser «personas honradas y de conciencia y de bastante suficiencia y habilidad» para dichos oficios, podrían causar un daño grave a la república. Se exigía que el fiel fuese «muy honrado y hombre de buena fama» y que además tuviese bienes propios que le excusasen de aprovecharse de los ajenos. Se elegían cuatro fieles de dichos bastimentos desde comienzos del año hasta San Juan y otros cuatro desde esa fecha hasta el día de San Silvestre. Se les obligaba en verano a estar en la Plaza Mayor desde las cinco hasta las diez de la mañana y en invierno desde las 7 hasta las 11. Los días de venta de carne o pescado tenían que estar presentes al menos dos de ellos y se preocupaban con sus balanzas, pesos y pesas de que la carne que se pesaba estuviese conforme a las condiciones de los obligados.
Todo ese corpus normativo contribuye en gran medida a que consideremos la Valladolid histórica desde dentro, es decir, sumergidos en una realidad vital en la que se adivina un corazón poderoso vigilado siempre por un almotacén o fiel para que sus latidos sean saludables y honrados. Claro está que a esta reflexión positiva se puede ofrecer como contraste otra bien distinta: si las leyes que se imprimen a mediados del siglo xvi llegan íntegras, y susceptibles de ser aplicadas, casi al siglo xx, quiere ello decir que siguen sin cumplirse sus mandatos y que continúa vigente el vicio social que quiso corregirse con su promulgación. Sabido es que las normas las imponen siempre quienes gobiernan y que el espíritu que las alienta no suele coincidir con el pulso de la sociedad, pues o se anticipa a éste o trata de ponerle freno.