30-11-2018
Decía Harvey Cox que uno de los síntomas de la decadencia del ser humano es la pérdida del sentido de la temporalidad. Tal vez la obsesión del hombre por marcar con hitos anuales aquellos ritos que merecían ser recordados –porque significaban algo para él mismo o para la comunidad en la que vivía– provendrían de una especie de mecanismo de defensa contra la depresión y la incuria. El hombre, la sociedad y la naturaleza se mezclaban en lo que Caro Baroja denominó «una concepción dramática de la existencia» y se aliaban para dar sentido a determinadas fechas en las que algo parecía que cambiaba para seguir siendo lo mismo. No hace falta decir que los solsticios y equinoccios eran señalados con celebraciones en las que creencias y tradiciones multiplicaban su efecto sobre las actitudes y la salud de los individuos, pero es curioso que algunas otras fechas llegasen a tener tanta importancia en el calendario sin que nada ni nadie pudiese explicarlo. Porque, ¿quién decidió consagrar el 17 de enero, por ejemplo, a la figura de San Antonio abad, «pasmo de Egipto, asombro del mundo, sol de occidente y portento de la gracia», como escribiría Blas de Ceballos, autor de una hagiografía del santo en el siglo XVIII? En realidad no se trataba de una fiesta solemne ni al santo se le consideraba magno, pero constituía una cita tan especial en el año que el hombre, la sociedad y la naturaleza se alteraban de consuno para mostrarnos un conjunto sugestivo. La gallina ponía más huevos, los bueyes ya notaban que los días se alargaban, llegaba el antruejo, el invierno perdía un diente y la luz iluminaba los corazones de todos los seres alejando temporalmente los miedos y la oscuridad. Era un buen momento por tanto para dedicar un poco de tiempo a un juego que no solo divertía sino que servía para invertir el orden natural de las cosas, sobre todo de aquellas que habían tenido lugar a lo largo del año anterior y que habían roto la monotonía de los días: amores particulares, enemistades, chascarrillos, sucesos terribles, aventuras y sobresaltos… Todo lo que había alterado el curso de las horas podía tener cabida en un relato intenso, esencial, entretenido, emocionante y divertido. De ese modo, al patronazgo del santo sobre los animales, en particular los domésticos, se le añadía la virtud de provocar el sentido poético en los vates y la risa sana en los auditorios. ¿Qué más se podía desear en una sociedad? Fiesta, catarsis colectiva, subconscientes liberados y la sensación de que cada uno se integraba, al menos por un instante, en la rueda común que volvía a dar una vuelta para regresar al mismo punto del que partió. En muchos lugares, todo eso se convertía en coplas que los quintos del año recitaban desde sus caballos, con el beneplácito de la comunidad y la hilaridad asegurada: «Oh glorioso San Antón, el diecisiete de enero…»