30-06-2018
En la Iglesia de los primeros siglos siempre hubo un interés, al comienzo jerárquico y después colectivo, de que las oraciones estuviesen precedidas de un toque de aviso que pudiera servir de recordación, pero también de convocatoria cuando se tratara de concitar muchas voluntades. Esa Iglesia primitiva (de antes, e incluso después de Constantino) tan proclive a la sencillez –y tan abocada a ella por la propia escasez de medios en el caso de eremitorios y cenobios– utilizó durante mucho tiempo para esos avisos unos simples tablones de madera que se golpeaban con un mazo –ligna sacra–; esos maderos quedaron representados en la liturgia por medio de las matracas, tablillas y carracas que todavía suenan en los Oficios de la Semana Santa o en los claustros de algunos monasterios para avisar o advertir de algo. Con el paso del tiempo, ese carácter humilde de la primera Iglesia dejó paso a una actitud expansionista que coincidió con el comienzo de la utilización de la campana para usos sagrados y su consiguiente colocación en la torre del templo. Ésta, marcada en el período románico por su doble aprovechamiento –religioso y civil (defensivo sobre todo)– pronto ampararía entre sus muros y en la parte más elevada de los mismos a uno o varios de esos instrumentos que habrían de convertirse en poco tiempo en algo más que un signo. Bajo su jurisdicción se creaban límites o se administraba justicia; se marcaban las horas de la vida o se despedía a quienes dejaban de existir.
El auge de las catedrales, que tenían en su origen el sentido de cátedra o asiento desde donde el obispo ejercía su magisterio, coincidió con la decadencia progresiva de la vida monástica. La agrupación de los fieles, primero bajo una única parroquia y después al amparo de núcleos más próximos a cada individuo, fue un fenómeno que se produjo a lo largo de la Edad Media. Sin embargo ya desde comienzos del siglo VII, en el breve pontificado del papa Sabiniano, se había hecho general el uso de las campanas cuya invención se atribuía al obispo San Paulino, de la región de Nola. Desde sus mismos orígenes la función de la campana estaba clara: reunir a los fieles para que pudiesen escuchar la palabra divina y para poder rezar, pero también para otros fines más casuales como expulsar demonios o conjurar tormentas. En cualquier caso, parece normal que la funcionalidad múltiple sugiriese una ejecución diversa para poder distinguir con más facilidad cada uno de los avisos. De ahí que pronto aparecieran toques para fiestas de primera y de segunda clase, toques dobles, doble mayor, semidoble, simple, de difuntos, de oración, etc, etc. Durando decía que el sonido de las campanas era el símbolo de la voz de los prelados, predicadores y confesores. San Isidoro había escrito antes en sus Etimologías, sin embargo, que solamente se podía llamar voz a aquella que estuviese provista de alma, acuñando para cualquier otro sonido el término «suono». La Iglesia quería dejar claro que, aunque fuesen varias las voces era uno solo el Evangelio y una la palabra divina; por eso ordenaba, justo antes del sermón –es decir, antes de la explicación de la doctrina–, tocar tres campanadas, una por cada una de las tres personas de la santísima Trinidad, al fin un solo Dios.