Joaquín Díaz

Carta del director


Carta del director

Revista de Folklore

Protección celestial

30-04-2018



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El culto a los árboles y el temor a las tormentas en campo abierto fueron dos principios que se extendieron a lo largo de los siglos sin atenerse a religiones concretas ni culturas. Es cierto que dioses de diferentes cultos vinieron a cubrir con su imagen rubicunda (quercus ruber, roble, rojo, oro) los espacios que leyendas inconexas dejaban a la imaginación, pero también lo es que la necesidad de encomendarse a alguna divinidad cuando la tormenta asustaba propagó con más facilidad los mitos y los relatos sobre personajes sobrenaturales que protegieran las cosechas y la vida del peligro de ser alcanzado por un rayo o sus consecuencias. De hecho, entre las creencias que generó la litolatría y que todavía se sigue transmitiendo, estaba la de que determinadas piedras que se encontraban enterradas eran concreciones producidas por rayos celestes que unían el cielo empíreo con la tierra que pisaba el ser humano. Éste, atemorizado por el ruido que el trueno producía, pensó durante mucho tiempo que los dioses golpeaban fuertemente en el firmamento con un martillo o con un hacha, capaces de generar un ruido ensordecedor o de partir en dos la bóveda del cielo. Tales narraciones fueron apoyadas por una iconografía terrible en la que divinidades como Thor o Zeus empuñaban martillos o rayos con los que aniquilaban a sus enemigos. El cristianismo depositó en Santa Bárbara, joven de Nicomedia, la protección contra los fenómenos meteorológicos e incluyó entre los sucesos que adornaban su hagiografía algunos pasajes legendarios en los que su padre, Dióscoro, era aniquilado por un fuego celeste y repentino que castigaba su iniquidad. La oración a la santa no incluía ninguna mención al rayo pero se rezaba cuando alguna exhalación precedía o seguía al trueno y dejaba sin resuello a indefensos campesinos y pastores, expuestos al divino capricho. Santa Bárbara estaba entre esos 14 santos protectores en los que se refugiaba la inocencia amenazada por pestes, guerras y calamidades en los siglos medios. Los cristianos unían a esas plegarias la eficacia de objetos sagrados, como la campana y la vela María, bautizados y bendecidos con fórmulas rituales en momentos especiales de la liturgia. Numerosas piezas fundidas en bronce llevaban inscripciones epigráficas con jaculatorias y la imagen de la santa para proteger las elevadas torres de los templos. En los hogares, la vela que representaba a la Virgen María y que había sido cuidadosamente preservada en la Semana Santa del poder de las tinieblas, ejercía su función protectora, más allá de los improbables rezos de ensalmadores y nuberos que desde los habituales conjuratorios trataban de alejar el mal. En la iglesia, un lugar especialmente dedicado a ello, recordaba con una alta ventana el vano que mandó construir Santa Bárbara sobre el muro de su padre.