30-03-2018
El nombre de San Caralampio –procedente probablemente de San Aralambo, mártir de Magnesia al que la iglesia oriental veneraba como protector contra el cólera y el tifus– quedó, además del de San Roque, como invocación eficaz contra la peste, las brujas y toda clase de maleficios, con lo que la relación de enfermedades o dolencias de las que quedaba uno protegido por su intercesión venía a ser interminable.
He visto en algunas ocasiones esos papeles dedicados al santo, llevados de pueblo en pueblo por los ciegos y reforzados en su eficacia con la famosa oración de San Benito contra las brujas que se imprimía en el reverso de la hoja. En algún caso, sin embargo, el curandero que lo despachaba no dudaba en limitar la duración de los efectos con un escrito de su puño y letra sobre la imagen que decía «Vale por un mes», marcando claramente una fecha de caducidad y animando al cliente a volver a por otro papel cuando se extinguiera supuestamente la eficacia del anterior. La prevención de males, particularmente para los niños, por medio de esas dóminas o nóminas que contenían escritos, es una costumbre tan antigua como la propia historia del papel. Los primeros concilios advierten acerca de la inutilidad de colgar oraciones del cuello de los recién nacidos, metidas en pequeños escapularios. Pues pese a ello, la costumbre no ha perdido vigencia, y sigue siendo habitual hoy día, entre las familias que van a tener un nuevo miembro, encargar a algunos conventos que todavía los fabrican, detentes conteniendo los cuatro evangelios, la regla de San Benito o escritos sobre la cruz de Caravaca.
San Caralampio, San Benito y algún otro santo parecían tener un determinado poder contra las hechiceras y brujas, cuyos maleficios podían causar mal a las personas, hacer daño a sus propiedades y mover los objetos de lugar para producir asombro o perjuicio. No siempre sus acciones eran malvadas, sin embargo: los hechizos podían coincidir en ciertos casos con la práctica de conocimientos que no le eran dados más que a ellos y en cuya habilidad se habían ejercitado hasta convertirlos en una ciencia casi oculta. El misterio de todo aquello que la mayoría desconocía tuvo mucho que ver con la animadversión que se manifestaba hacia estas personas, especializadas en un oficio que además de oscuras dotes requería una condición o una predisposición. El hecho de que muy a menudo se asegurara que se encarnaban en animales aparentemente domésticos pero cuyas características físicas se veían trastornadas por alguna peculiaridad hermética e incomprensible, vino a añadir incógnitas acerca de la procedencia de sus facultades y dudas sobre la intencionalidad de sus personalidades.