31-05-2017
Arturo Soria fue uno de esos personajes singulares que de ciento en viento enriquecen el panorama social y cultural de un país, iluminan momentáneamente la escena con su sabiduría o su sentido común, aunque, finalmente, lejos de ser recordados por el bien que hicieron o los conocimientos que difundieron, queden reducidos al rótulo de una calle o al contenido escueto y no siempre cierto de una biografía en internet. Soria fue un pensador, un notable matemático, un urbanista original y pionero —preocupado por el bienestar de la población que había elegido la ciudad para vivir, pero más aún por los que no la habían elegido y tenían que sufrirla, de ahí su creación de la Ciudad Lineal— y, por último, fue un teósofo muy cercano al espiritismo, movimiento que en su época tuvo grandes representantes, como Mario Roso de Luna en España o su maestra Helena Petrovna Blavatsky en Francia. Precisamente, fue Roso de Luna quien escribió el prólogo del libro de Arturo Soria titulado Filosofía barata donde aparecieron muchos de sus artículos. En uno de ellos se declaraba lógico antiduelista, pues era un ferviente defensor de la paz y de la concordia entre los hombres. Tuvo que ser testigo, como tantos otros hermanos masones de su época, de la muerte de Enrique de Borbón y Borbón-Dos Sicilias (miembro de la masonería en la que alcanzó el grado 33 por el rito escocés antiguo) a manos de Antonio de Orleans, duque de Montpensier, en una lucha por el trono de España que finalmente ocupó Amadeo de Saboya. Los dos nobles se enfrentaron en duelo el 12 de marzo de 1870 por haber insultado el Borbón a Montpensier en un artículo publicado en La Época. Tras haber fallado el primer disparo ambos contendientes, volvió a disparar Montpensier acertando en medio de la frente al infante Enrique. Muerto este, se formó consejo de guerra al duque de Montpensier, que fue condenado a unos meses de arresto por considerar el tribunal que había sido «por accidente».
El duelo fue un hecho común en España desde finales de la Edad Media para solucionar asuntos de honor. Juan de Mora, en sus Discursos morales (Madrid, 1589), escribió acerca del desafío: «Y pienso cierto que salió de aquí entre los españoles el afrentar con palo o caña, lo cual se ha extendido ya por todo el mundo. Y así como el que deshonra sale con más gusto por haber afrentado que por el daño que hizo en la hacienda o persona, así también el que recibió la afrenta sale con mayor pena de haber sido afrentado que de haber perdido la hacienda o salud».
A partir de 1567, la Iglesia prohibió —como antes lo habían hecho los Reyes Católicos— el desafío. En la bula de Pío V se leía: «En verdad, si bien se prohibió, por decreto del concilio de Trento, el detestable uso del duelo —introducido por el diablo para conseguir, con la muerte cruenta del cuerpo, la ruina también del alma—, así y todo no han cesado aún, en muchas ciudades y en muchísimos lugares, las luchas con toros y otras fieras en espectáculos públicos y privados, para hacer exhibición de fuerza y audacia; lo cual acarrea a menudo incluso muertes humanas, mutilación de miembros y peligro para el alma».
Pese a todo esto, los duelos continuaron hasta casi finales del siglo XIX.
De hecho, hasta la primera década del siglo XX el duelo estuvo bien visto y aceptado por la sociedad. En 1904 se inició un movimiento antiduelista que tuvo su mayor éxito cuando el marqués de Heredia, el mejor tirador de florete de España, aceptó la presidencia de honor de la liga que se proponía acabar con la gran lacra. Arturo Soria se sumó a esa campaña, como a todas las demás que inició en su vida, con inocente convencimiento.