31-03-2017
Desde el siglo XVIII por lo menos se vienen utilizando las expresiones populares como medio eficaz a través del cual difundir, especialmente en la escuela, ideas y creencias. La realidad es que, tanto en el caso de que se quiera proponer una educación basada solamente en ese tipo de sabiduría como si se utilizan las expresiones en apoyo de otra clase de educación, la tradición oral está presente. No sería necesario recordar que sistemas como los de Girard, Pestalozzi o Fröbel, que fueron el norte de muchos educadores españoles a la hora de plantear la instrucción y preparación de los pequeños en tiempos pasados, incluían el lenguaje oral y la gestualidad como soporte a un fondo patrimonial, pero también a algunas de las novedades que trataban de inculcarse. Es raro el sistema educativo que no ha usado la poesía popular para reafirmar la hermosura de lo sencillo o que no ha tomado prestadas canciones o refranes de la paremiología tradicional para demostrar que siempre acontece lo que la vieja sabiduría recoge (entre otras razones, porque hay adagios para afirmar y negar casi todo). Se observa una fuerte tendencia, que se hace más patente a mediados del siglo XIX, a reconocer no solo el valor artístico o patrimonial de un bagaje tan complejo como experimentado sino su valor social como principio educativo y de formación, ya desde el primer ámbito familiar en el que se abren al mundo los ojos de los niños. Esta tendencia estaría aún vigente al terminar el siglo XIX, pero se complementará a partir de ese momento con algún enfoque aparentemente nuevo. Siempre que se habla de lo popular durante el siglo XX se hace más con el sentido de aquello que se usa mucho que con el sentido de lo que se origina en el pueblo. Popular era, siguiendo el credo romántico, aquello que el denominado «pueblo» —es decir, la colectividad anónima— había producido con su espíritu sencillo, pero, a partir de la pasada centuria (y esta es la visión relativamente novedosa), popular es también aquello que una divulgación precisa y adecuada podía hacer llegar a un número considerable de personas que acabarían por reconocerlo, mantenerlo y utilizarlo como propio, frente al patrimonio de otros. Hay, por tanto, no solo una aceptación expresa de que «popular» significa «para muchos», sino una demostración de que en lo diferente, en la variante local, está el perfil que distingue y enriquece las múltiples facetas de lo esencial y que todo eso se puede apreciar o valorar mejor si lo comparamos con lo que nuestros vecinos han producido en las mismas circunstancias. De ese modo, por tanto, la reflexión sobre lo propio, el hallazgo de lo patrimonial en nuestra forma de ser y en nuestra educación vino a representar el reto más interesante al que se enfrentó el individuo durante todo el siglo XX, reto que consistía en descubrir lo sustancial del pasado transmitido por sus propios ancestros e incorporarlo sin traumas al futuro. Redescubrir el sentido verdadero y cardinal de los objetos cotidianos o del lenguaje comunicador nos sirvieron, pues, para colocar al ser humano en el lugar que le correspondía, que era el de inventor y usufructuario de la realidad. Lejos de las teorías, casi olvidadas hoy, de quienes solo veían en la tradición el dogmatismo riguroso del pasado, la cultura popular nos mostró la capacidad de evolución y la libertad de pensamiento sin necesidad de renunciar a lo propio, a lo patrimonial, que abrazaba palabra y obra.