31-01-2017
El interés de la Iglesia hacia las imágenes y las representaciones religiosas comienza a manifestarse con fuerza hacia el siglo viii. La necesidad personal del espíritu que asimilaba la oración con las sensaciones estéticas o de los sentidos vino a añadirse a una larga lista de fines mnemónicos o didácticos que también encontraban argumentos a favor de la contemplación devota de los iconos. Desde la Edad Media fue práctica común entre cofradías y órdenes religiosas el encargar estampas o grabados para fomentar la devoción a determinadas imágenes o advocaciones que les eran queridas y a cuyo patrocinio se encomendaban. Algunos de esos grabados, incluso, se usaban, recortados, para introducirlos en relicarios y detentes. Conocemos por la tradición la labor benefactora de aquellos santos valedores y sabemos, por ejemplo, que santa Apolonia defendía contra el dolor de dientes y muelas, santa Lucía contra las afecciones oculares, santa Águeda contra las enfermedades del pecho, santa Casilda contra las afecciones relacionadas con el flujo sanguíneo, san Lázaro contra la lepra, san Roque contra la peste… La lista es inacabable, aunque desde la Edad Media, y partiendo de Alemania, ya se hablaba de los catorce santos protectores o auxiliadores (vierzehn Nothelfer) cuya importancia se desarrolló y potenció a partir de esa época.
Algunas devociones a los santos reconocidos como sanadores, cuya intervención en casos apurados había sido contrastada, no estarían lejos de la superstición. Todavía se pueden hallar aleluyas dedicadas a algunos santos en las que faltan viñetas por la costumbre de recortarlas para determinados fines. La figura de san Blas, por ejemplo, acababa hecha una bolita que el enfermo de cualquier mal relacionado con la garganta se tenía que tragar para curarse. Las imágenes de otros santos como san Lucas, san Pantaleón o los hermanos Cosme y Damián se solían pegar sobre la cabecera del enfermo o se colocaban en la mesilla con la absoluta convicción de que harían su labor de algún modo. Tal confianza venía avalada por los ejemplarios medievales y otros libros del estilo de la Leyenda dorada, escrita por Santiago de Vorágine y publicada en 1264 bajo el título Legendi di sancti vulgari storiado.
Detrás de las imágenes populares y de su culto hay todo un conjunto de saberes que les dieron origen y contribuyeron a retratar y perfilar sus expresiones, sus posturas, su carácter, su patronazgo: es toda esa iconografía antigua, esos relatos pretéritos, aquellas leyendas asombrosas que alimentaron las miradas y las mentes de miles y miles de personas y sostuvieron su fervor durante siglos. Ese imaginario, construido en un lenguaje compartido y comprendido, ha arrastrado consigo personajes, anécdotas, oraciones, canciones, usos convertidos en costumbre y toda clase de elementos con los que se han ido edificando el recuerdo y la piedad. Es lo inmaterial, el patrimonio no tangible que reside en nuestra memoria y que regresa en forma de gesto, de sonido, de convicción o de fórmula magistral.