30-11-2016
Richard Wagner utilizó en varias ocasiones el eterno tema de la contienda poética, bien fuese situándolo en el castillo medieval de Wartburg en Turingia bien en el Nuremberg del Renacimiento. En este último caso, sobre el que construyó el argumento de la célebre ópera Die Meistersinger von Nürnberg, Walther von Stolzing, impresionado por la belleza de Eva, la hija de un famoso orfebre, se acerca a ella y le pregunta si está prometida. Aunque su padre ha acordado entregarla por esposa a quien venza en el torneo de canto del día siguiente, ella responde a la pasión con pasión y contesta: «O tú, o nadie». Walther se presenta a las pruebas para ser elegido maestro cantor, pero, pese a la sinceridad de su canto, va transgrediendo una tras otra las normas y reglas del arte... Sabemos el final: el pretendiente de Eva, un rígido escribano, roba una composición de casa del zapatero y poeta Hans Sachs, quien precisamente la ha transcrito del propio Walther enamorado. El escribano la interpreta grotescamente y, ante las risas del público, echa la culpa de la autoría a Sachs, quien confiesa toda la verdad e invita a Walther —su verdadero creador— a que lo interprete él. La multitud queda repentinamente embelesada y los maestros cantores le proclaman vencedor. Walther rechaza el honor, pero Sachs, ciñéndole la corona, le recuerda que los jóvenes no deberían despreciar el viejo estilo del arte. Entonces, Eva cambia la corona de la frente de Walther a la del viejo zapatero, a quien todos, finalmente, aclaman como el jefe de los maestros cantores.
Wagner está jugando con elementos antiguos y nuevos, históricos y dramáticos, pero lo importante es que está rememorando en unas óperas ochocentistas una costumbre que fue muy frecuente en la época de los trovadores y aun después. Trobar, es decir, encontrar el término, la palabra justa, el concepto exacto, la expresión adecuada. A nuestro juicio, el argumento de Tannhäuser, por ejemplo, no es solo un enfrentamiento entre el espíritu y los sentidos, sino un desafío orgulloso de la propia palabra, la búsqueda grialesca de la palabra nueva, sabrosa y fructífera, contra el verbo reiterativo que, al repetirse una y otra vez sin sentido, se ha estragado, ha corrompido su significado. A la comunicación abstracta, estrangulada por la idea, se opone el acto concreto de conocer dentro de una experiencia vital que aporta, como en el caso del amor, frescura y pasión al acto poético o musical.
Con parecidos fines —contender y obtener la aprobación de la audiencia por sus ocurrencias— se siguen hoy día celebrando las reuniones de troveros y de improvisadores que tanto éxito cosechan en Murcia, en Canarias, en el País Vasco, en Cuba o en Venezuela y a las que tanta atención dedican numerosos investigadores.
Pero, independientemente de que el verso sea improvisado o no, incluso independientemente de que sea verso o sea prosa, estamos hablando de arte, es decir, de una habilidad especial para hacer algo —en este caso, para construir el edificio de una expresión que se va a usar para comunicar— y, por tanto, de un artificio sujeto a unas reglas y unos preceptos cuyo seguimiento requiere un proceso y una especialización. Ese proceso, que se produce tanto en el arte culto como en el popular, forma parte de la propia mentalidad y es uno de los pilares de la transmisión oral.