Joaquín Díaz

EDITORIAL


EDITORIAL

Revista de Folklore

Carlo Cipolla

30-05-2016



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El profesor italiano Carlo Cipolla afirmaba en su obra Allegro ma non troppo que incluso los galardonados con el Premio Nobel estaban bajo sospecha de ser tontos. Según su análisis demoledor, todos quedaríamos más que sorprendidos al conocer el número elevadísimo de estúpidos que circulamos por el mundo y que nos ponemos zancadillas unos a otros sin orden ni concierto. La tipología de esa tropa, siempre según el profesor, era como para deprimirse: toda la humanidad estaba comprendida en cuatro apartados que respondían a los siguientes principios por orden alfabético: bandido (que es quien consigue rentabilizar la tontería de los que le rodean), desgraciado (el que se castiga a sí mismo para beneficiar a los demás), estúpido (que es el que causa perjuicio a los demás y, de paso, se lo causa a sí mismo) e inteligente (que es ―y por fin encontraba a alguien aprovechable― quien con sus obras beneficia a los demás y se beneficia también él). Lo preocupante del análisis del profesor italiano no era que solo hallara una cuarta parte de individuos útiles, sino que las otras tres partes fueran tan numerosas. De uno de sus gráficos se podía deducir, además, que las fórmulas puras no eran frecuentes, y de ese modo los prototipos se multiplicaban peligrosamente dando como resultado, por ejemplo, bandidos-inteligentes, desgraciados-estúpidos, etc., etc. Advertía del riesgo de no analizarse previamente, pero, sobre todo, del riesgo de relacionarnos con un estúpido o caer sin percatarnos bajo su área de influencia, ya que de un bandido puedes esperar una cierta lógica en sus reacciones y un desgraciado hasta te puede causar ternura; pero un estúpido, cuyo comportamiento no se ajusta a ninguna regla conocida o racional y, además ―precisamente por ignorar que es estúpido―, sigue un camino tan desordenado como inesperado, te puede dejar inerme y sin posibilidad de respuesta o capacidad de contrataque.

No se puede olvidar que el profesor italiano era un economista y sus conclusiones, por tanto, se referían fundamentalmente al área de sus estudios, pero podrían aplicarse a otras disciplinas por extensión, como ha quedado demostrado en los últimos años en su país y en el nuestro. Deducía que la causa del empobrecimiento de algunas sociedades venía determinada por el desmesurado número de personas estúpidas que estuviesen actuando en ese colectivo en un momento determinado o durante un período prolongado de tiempo, y la falta de acierto en las personas inteligentes para controlarlas.

La deriva de la sociedad española en los últimos años debería impulsarnos a releer el librito del profesor de Pavía por sus reflexiones sabias y oportunas. Tal vez el principio de conducta que atribuye al humor ―al verdadero humor, que él describe convenientemente― como clave para soportar dignamente la vida, podría explicar todo lo que discurrió y escribió este sabio economista: «Hacer humorismo sobre la precariedad de la vida humana cuando uno está junto a la cabecera de un moribundo no es humorismo. En cambio, cuando aquel gentilhombre francés, que subía las escaleras que lo conducían a la guillotina, tropezó con uno de los escalones y dirigiéndose a los guardianes exclamó: “Dicen que tropezar trae mala suerte”, aquel hombre bien merecía que se le perdonara la cabeza».

Echamos de menos la inteligencia y la prudencia en los comportamientos individuales y colectivos de nuestra sociedad, que debería recordar el principio por el que se regían los tradicionales parches Sor Virginia, más eficaces cuanto más escozor causaban. Precisamente el que esos parches contuvieran guayacol (que era mortal, como casi todo, en dosis altas) o que otros remedios similares llevaran capsaicina, un compuesto químico fabricado con un componente activo que se encontraba en los pimientos, hacía que te acordases de la famosa monja que aparecía en los sobres del parche nada más ponértelos. Ese podría haber sido el origen del proverbio que anunciaba que era peor el remedio que la enfermedad misma.