30-04-2016
La expresión «quedarse como un reloj» equivale, en lenguaje coloquial, a quedarse a gusto porque todo marcha perfectamente. Su uso frecuente y su aplicación inequívoca manifiestan a las claras que al ser humano no le molesta que le comparen con una máquina de relojería y que, por el contrario, le encantaría parecerse en precisión a un invento tan puntual y regular. Desde mediados del siglo pasado, sin embargo, hay síntomas de que ese reloj —nuestro reloj, el que marca las horas de nuestra vida— atrasa, adelanta o, lo que parece más preocupante, se ha quedado parado. Algunos filósofos de la comunicación y determinados guías de la cultura han comenzado, como suele suceder en estos casos, a estudiar cuál puede ser la causa de los desajustes. Mientras se ponen de acuerdo —que no lo harán nunca— sobre el origen y las consecuencias, la deconstrucción del reloj cultural ha avanzado sin descanso en el mundo occidental. En esa tarea personal —cada uno somos un reloj distinto y rara vez suele coincidir la dimensión de las ruedas— hay quienes van por delante y ya han desmontado todas las piezas para estudiarlas e intentar ensamblarlas de nuevo. A unos les faltan y a otros les sobran: valores que se pensaban imprescindibles yacen arrumbados e inútiles sobre la mesa, mientras que otros, apenas conocidos o identificados antes, se muestran ahora absolutamente necesarios para la supervivencia y para la mejora del ser humano.
Pues bien, esa preocupación por mejorar y aun elevar al individuo cultural, física y económicamente vino a acrecentar la necesidad de reconocer en el simple acto de comer una importancia trascendental para la vida del individuo. El intento de combinar el mundo artístico y creativo de la cocina con la sensibilidad social y la preocupación por la economía tendría su cenit en Ángel Muro, periodista y escritor del siglo xix que escribiría varios libros sobre cómo aprovechar dignamente hasta las sobras. Los siglos xvii y xviii también tendrán ejemplos de esa preocupación por la salud moral y física. Muchos autores mantienen asimismo durante esos siglos la primera intención de Ruperto de Nola de ayudar a disponer las mesas, añadiendo a los tradicionales consejos para servir y presentar los alimentos algunas recetas para contribuir a la economía doméstica. Frente al ascético dicho, que en España tuvo tanta importancia hasta nuestros días, «no hay que vivir para comer, sino comer para vivir», las recetas —bien sean las caseras bien las especializadas— se han ido imponiendo con aromas de consciente delicadeza que permiten disfrutar con lo exquisito y compartirlo con los demás en un rito secular cuya finalidad última es que siente bien.