30-01-2016
La similitud de objetivos y la coincidencia temática que existe entre costumbrismo y etnografía serían motivos suficientes para establecer una relación lógica entre ambas disciplinas. Si ambas pretenden una comprensión de la vida y el alma populares («lo que sabe, siente y hace el pueblo, no lo que se sabe de él», según frase del etnólogo Luis de Hoyos), aparentemente se persigue un mismo fin, aunque se trate de llegar a él por distintas veredas. Evaristo Correa Calderón, cuyo estudio sobre los costumbristas españoles realizado a mediados del siglo xx vino a matizar y limitar el género, se refería a dos grupos sociales muy relacionados entre sí como componentes del estado llano y destinatarios del interés científico y literario: «El pueblo bajo de las ciudades, que suele tener un origen rural, pero que se corrompe y evoluciona casi al mismo tiempo que las clases más elevadas con las que está en obligado contacto, y el campesino, que vive en sociedad con individuos de la misma especie, como él igualmente reaccionarios a toda moda o reforma. Si el primero da lugar al costumbrismo literario, del segundo, del elemento campesino, parte lo etnográfico, lo folklórico».
Según esta diferenciación, tan ajustada y tan difícil de aceptar sin reticencias —el propio Correa incluye en su bien conocida Antología textos de costumbristas que describen «lo campesino»—, los límites estarían definidos por el ámbito en el que se mueven los personajes o por su extracción. En realidad, ni existen estudios etnográficos que no hayan recurrido a fuentes literarias costumbristas, ni tal género de literatura se da en estado puro o responde a unos parámetros exactos e inamovibles. Con frecuencia habría que hablar de «costumbrismo etnográfico» y, muy comúnmente, de «etnografía costumbrista».
En cualquier caso, lo que persiguen ciencia y género literario —de lo cual, además, se nutren fundamentalmente— es la descripción. La una reseña objetos, piezas y prendas que sirven para identificar a un colectivo, y el otro pormenoriza casi los mismos detalles, aunque al hablar de los tipos humanos que hacen uso de aquellos objetos populares vaya más allá y se extienda a extraer consecuencias morales de sus comportamientos. No estará de más recordar que Mesonero Romanos quiso atreverse, después de pintar el Madrid «físico», a pintar el Madrid «moral», aunque lo hiciese de forma liviana y tratando de que la reprensión de los vicios no pasara de amistosa y general admonición.Pero ni la etnografía se constituye como ciencia nueva, ni el costumbrismo aparece en sus orígenes como género recién inventado; en el primer caso, solo se aplica un método a la costumbre previa de recoger datos, y en el segundo se restaura la antigua tradición de observar y retratar personajes característicos, práctica que ya existía en la novela cortesana y picaresca.
Cabría también achacar a uno y otra —si seguimos enumerando semejanzas— un interés evidente por lo propio, matizado en ocasiones por una cierta nostalgia de lo ajeno; no en vano ambas visiones se producen como un fenómeno urbano que va en busca de lo exótico, es decir, de lo de fuera, de lo poco conocido. Ese mismo interés —y el hecho de que el campo de observación sea nada menos que la vida humana y su medio— contribuye a aumentar hasta el infinito el número de temas que tratar, pero no garantiza que quienes emprenden la tarea de reseñarlos tengan una visión de conjunto de lo descrito. Con frecuencia, costumbristas y etnógrafos incurren en la definición minuciosa de las partes, pero desconocen el sistema que rige la tradición en su totalidad. Dar a conocer las costumbres y usos con el loable fin de que se conserven no es entenderlos; encarecer las tradiciones no significa conocer su contexto, que es precisamente lo que les da sentido al aportar las claves y los símbolos correspondientes.