30-08-2015
La afición a describir el carácter de las personas que habitan un país es tan antigua como el viaje o la misma extranjería (‘extranjero’ precisamente viene de ‘extrañar’, en el sentido de sentir extrañeza por algo que nos es ajeno). Quienes primero se atreven a retratar los defectos y cualidades de los habitantes de un país suelen ser quienes pasan por él o son forasteros, es decir, de fuera. Lucio Marineo Sículo, el humanista siciliano que escribió en la corte de Fernando el Católico, describía así a los españoles, siguiendo los patrones que se supone había descubierto previamente Marco Juniano Justino copiando a Pompeyo Trogo: «Los cuerpos de los hombres hispanos están preparados para el hambre y la fatiga, sus almas para la muerte. Todos son de una dura y severa sobriedad. Prefieren la guerra a la inactividad; si falta un enemigo fuera, lo buscan en su tierra. Es un pueblo de una viva velocidad y de ánimo inquieto; la mayoría tiene más aprecio por sus armas y sus caballos de guerra que por su propia sangre».En la Crónica general de España, escrita por Florián de Ocampo por mandato de Carlos el Emperador, se puede leer al hablar de Abidis, por ejemplo (el vigesimocuarto rey de la mencionada dinastía de Annio de Viterno), que pudo ser, según él, el introductor en España del pan y del vino, además de ser quien redactó las primeras leyes: «Y porque donde no hay verdadera justicia no puede haber bien que permanezca hizo leyes generales fundadas en tanto celo, sin haber en ellas especies de intereses ni tiranías. Estas leyes fueron pocas en cantidad como lo deben ser las buenas leyes, porque siendo muchas en número, según de poco acá las usamos en España y en algunas otras regiones de Europa, más son armadijas y lazos en que caigan los hombres que remedios para bien vivir». Pero Ocampo justifica el uso de algunas suposiciones fabulosas con el palmario argumento de que, si varones de tanto crédito y de tanta antigüedad las escribieron, ¿por qué no las iba a divulgar él? Esa liberalidad, sin embargo, le causaría más tarde problemas y descrédito al ser acusado por historiadores (como Juan Francisco Masdeu) de introducir en la historia las patrañas de Juan Annio de Viterbo y mezclarlas sin pudor con los hechos históricos. Masdeu, para demostrar que los ingleses no estaban autorizados a dar lecciones a los españoles en materia de certificaciones históricas, recuerda que fueron precisamente historiadores hispanos los que quitaron la máscara del de Viterbo, y españoles, también, quienes confutaron al falso monje Beroso y lo impugnaron ardientemente. Acusa a Gofredo Monumetense de meter por la puerta de atrás las fábulas del rey Arturo, «adoptando también con la mayor audacia como auténticas e infalibles profecías los mentirosos vaticinios de un cierto Merlín, nacido, como el autor finge, de un demonio y de una mujer». Al atacar a Ocampo Masdeu, cae, sin pretenderlo, en el juego de Viterbo: en realidad no niega la existencia de Merlín, sino la posibilidad de que tuviese tales padres.
Para quien desee estudiar el pretendido carácter de los españoles, no tiene precio la consulta de otra obra titulada Libro de las cinco excelencias del español, de Benito de Peñalosa y Mondragón, fraile benedictino, quien lo dedicó a Felipe IV. Tras confirmar, siguiendo unas veces a Heródoto y otras a Josefo, a san Jerónimo, a Silio Itálico, a Plinio o al imprescindible Annio de Viterbo, las distintas procedencias de los primeros pobladores de España, concluye que el país se llamó así en honor del dios Pan y es la única nación de Europa que jamás cambió de nombre: «Los de Europa —escribe Peñalosa— mudaron nombre cuando les tiranizaron los bárbaros. Las Galias se llamaron Francia, de los francos, hasta hoy señores de aquellos reinos. Panonia se llamó Hungría, de los feroces hunos. Britania se llamó Escocia y Anglia, de los escoceses e ingleses que tiranizaron la isla. Pero España conserva el nombre del dios inmortal y santo, y así la divinidad que está en la significación ha defendido la voz y obligó a que la reverenciasen los godos y los romanos. Ningún capitán ni cónsul de los que triunfaron de España se atrevió a llamarse hispánico por no usurpar el apellido al Dios de los ejércitos, en cuya virtud vencieron. Aunque Dios tenía en la gentilidad muchos nombres, el de Pan es más divino y glorioso, con el cual le confesaron por autor de todas las criaturas».Con un planteamiento semejante no es extraño que las cinco virtudes de los españoles fuesen, según su parecer: la religión, la profesión de las artes liberales (y entre ellas, y como más importantes, la teología y el derecho canónico), el valor y gusto por la guerra, la nobleza de sangre (pues descendíamos de Túbal, nada menos) y, por último, la riqueza, pues en sus palabras «los españoles han poseído y tienen más oro y plata que ninguna otra nación y son los más lustrosos, magnánimos y liberales de todo el mundo».
No estaba muy errado Peñalosa, simplemente exageraba.