Joaquín Díaz

EDITORIAL


EDITORIAL

Revista de Folklore

Pensamiento y representación

30-08-2014



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Algunas de las antiguas crónicas medievales en las que se trata de explicar el origen de España cuentan que, después del Diluvio, un nieto de Noé llamado Túbal se embarcó en un endeble bajel, con su familia y pertenencias, y navegó por distintos mares hasta arribar a un lugar hermoso y fértil. Después de desembarcar, los viajeros decidieron bautizar aquella tierra con el nombre de Hesperia, el mismo con el que denominaban a la estrella que les había guiado hasta allí. El hijo de Túbal, Ibero, quiso marcar algún tiempo después el territorio conquistado con su propio nombre, pero fue su hijo Hispán quien, al ser designado primer rey del país, impuso la denominación que habría de perpetuarse... Casi nadie recuerda ya esos relatos legendarios que tuvieron fortuna en los siglos medios y llegaron a la edad moderna con aromas de antigüedad y de epopeya. Sobre todo de epopeya, es decir de poema épico en el que los nombres propios y la exageración intencionada iban conduciendo la historia hacia los huertos conocidos y trayendo el agua a los molinos propios. Hesperia, en realidad, era como los griegos llamaban a todas aquellas tierras que se hallaban hacia el Occidente, es decir, hacia donde el Sol se ponía; pero, en este caso, lo importante era que en el rompecabezas de la fábula encajaran todas las piezas, o sea, todas las versiones conocidas de las narraciones legendarias sobre nuestros orígenes, y así se escribía la historia: fama para los protagonistas, silencio para los perdedores y, sobre todo, que no quedaran cabos sueltos. No es extraño por tanto que, desde hace mucho tiempo, la palabra ‘historia’ tenga en nuestro país un significado dudoso: «El defecto de las cronicas —dice una de ellas— es que los que las escriben lo hacen por mandado de los reyes e principes, por los complacer e lisonjar o por temor de los enojar». Con independencia de la poca objetividad y del exceso de imaginación, hay algo que se repite indefectiblemente en la narración: cada nuevo héroe impone su personalidad, marca sus límites y firma sus hazañas. ¿Es esta la verdadera personalidad de España o, al menos, su rasgo más distintivo? ¿Está ya en esas primitivas relaciones el origen del individualismo y de la preocupación permanente y casi patológica por el vecino? La palabra ‘muga’ parece resumir una de las principales obsesiones de los habitantes de este país: la pasión por las fronteras. Cuando estas no son físicas, se crean mentalmente. La muga o mojón significa el hito que señala los límites intelectuales, culturales o antropológicos que los ibéricos hemos creado o heredado sin rechazos. La fuerza de la costumbre parece siempre vinculante y contra ella rara vez se alzan la razón o la curiosidad por conocer al «otro», al vecino de la tierra de al lado, al que parece mostrarnos sus «diferencias» como una forma de afirmar su propia personalidad. Las naciones —y posteriormente los nacionalismos— que surgen a la sombra de esas mugas no son sino fórmulas diversas (creaciones artificiales del derecho político) de idear un espacio seguro; un modo como otro cualquiera de salvar los miedos seculares: miedo a lo distinto, temor a descubrir que el otro no es como nosotros y que puede incomodarnos su vida porque nos obliga a reflexionar sobre su mentalidad. Y la mentalidad, lo sabemos, es el conjunto de creencias que determinan la manera de pensar de alguien. ¿Cómo se forman en realidad esas creencias? ¿Son verdades objetivas, son principios incontestables o simplemente ideas que se nos transmiten con la educación y a las que luego nos aferramos por comodidad?


Los griegos llamaban idea a la apariencia de las cosas, es decir, a la percepción particular que podían tener de los objetos, cuya sensación encerraban en un campo mental al que después recurrían cada vez que necesitaban relacionarlo con otras representaciones de esos mismos objetos. La idea de una silla, por ejemplo, se formaba en su mente al pensar en un objeto funcional sobre el que podían sentarse y al que podían sacar algún partido, pero no tenía que ver con la imagen concreta de una silla sino que se manifestaba de forma abstracta. Existía —o coexistía— desde el momento en que la pensaban. Idea equivalía a pensamiento e imagen a representación, aunque muchas veces se confundieran o se usaran indistintamente ambos conceptos.


La idea de España, pues, sería —siguiendo a nuestros mentores los griegos— la forma en la que cualquier individuo, español o no español, podría representarse mentalmente a ese conjunto de elementos (geografía física, costumbres, vicios y virtudes, lenguajes y códigos, expresiones y fórmulas expresivas, fabularios y crónicas, etc.) que la palabra España traería aparejados. España es, de eso no hay duda, algo que hemos pensado, imaginado, soñado y manipulado entre todos y sobre lo que arrojamos nuestras contradicciones: nuestras envidias, odios, frustraciones, anhelos, ambiciones y deseos, pero también nuestras ilusiones y esperanzas, aunque sean vicarias, porque nos asusta confesarlas como propias.