30-08-2013
La Constitución de 1812 decía explícitamente en su discurso preliminar: «Como nada contribuye más directamente a la ilustración y adelantamiento general de las naciones y a la conservación de su independencia que la libertad de publicar todas las ideas y pensamientos que puedan ser útiles y beneficiosos a los súbditos de un Estado, la libertad de imprenta, verdadero vehículo de las luces, debe formar parte de la ley fundamental de la monarquía si los españoles desean sinceramente ser libres y dichosos». Estas palabras venían a reflejar tanto el deseo vehementemente anhelado por los nuevos representantes del pueblo de que su voz sonara y se escuchara, como una advertencia acerca de la importancia que lo impreso habría de tener durante todo el siglo.
La prensa ilustrada española del siglo xix ofrece sus primeras muestras en pliegos y hojas sueltas o en los grabados que acompañaban a algunos Diarios y que circularon por todo el país a partir de 1808 como crítica gráfica y textual a la invasión napoleónica. Don Manuel Gómez Imaz estudió ampliamente los títulos y el contenido de esas hojas y periódicos en un trabajo impagable: Los periódicos durante la Guerra de la Independencia.
Tres aspectos hacen muy interesante el siglo xix desde el punto de vista de la ilustración gráfica y satírica. El primero, tal vez por encima de los otros dos es su sentido artístico. En su conjunto, es un inventario de arte gráfico que aparentemente es efímero pero que resulta ser al final tan duradero como intemporal, aspectos que ya caracterizaron a otros trabajos anteriores y pioneros como el de Goya. Artistas como Leonardo Alenza, Ramón Cilla, «Sileno» (Pedro Antonio Villahermosa), Tomás Padró, Francisco Ortego, Daniel Perea, «Demócrito» (Eduardo Sojo) o «Mecachis» (Eduardo Saénz de Hermúa), entre otros, traducen al lenguaje de la imagen satírica (definitivamente liberada de las cadenas del texto) lo que la realidad social y política ofrecía a diario a los españoles, imponiendo por otro lado la posibilidad de influir con una cierta credibilidad en esa cotidianeidad viciada y confusa. A la constante presión a que esos artistas estuvieron sometidos por parte de la administración censora respondieron ellos con ironía y nuevas caricaturas, como en el caso de «Demócrito» que pintaba siempre que podía al jefe de policía cargando con la piedra litográfica debajo del brazo, como castigo por haberse llevado de la redacción del periódico la prueba del «delito».
Y es que lo que ven y transmiten todos esos artistas tiene tanto de caricatura como de esperpento: no ha de extrañar, ya que ambas palabras contienen el sentido de deformar la realidad para transformarla. En el caso de la caricatura, porque se cargan las tintas en lo característico (lo peculiar y destacable) ayudando a comprenderlo o analizarlo mejor y en el caso del esperpento porque contribuye, desde Pérez Galdós a Valle Inclán, a reflejar algo grotesco cuya ridiculez, sin embargo, se atenúa y se normaliza al tener un sentido especular, es decir al mostrar por detrás de la brillante luna las deficiencias del fondo azogado cuya superficie nos devuelve algo imperfecto. Al manifestarnos sin ambages un cuerpo social achacado por una especie de deformidad que por más que queramos negarlo nos pertenece. Decía Baudelaire que el mérito de Goya estribaba en haber creado «lo monstruoso verosímil». Es decir en haber demostrado que lo absurdo también era posible siempre que tuviese que ver con lo humano y apareciese como creíble.
Finalmente, el tercer aspecto reseñable de la ilustración satírica en el xix es que sus imágenes, pese a ir dirigidas principalmente a un estamento social cada vez más poderoso —la burguesía—, crearon un ámbito casi teatral para todos los públicos en el que los actores (protagonistas o meritorios) eran juzgados por el espectador, quien a veces también participaba en la farsa dibujado por el artista bajo el aspecto de un colectivo anónimo que aparecía disfrazado de león, de toro o de matrona, es decir, de España. En suma, frente a la imposibilidad de crear un Estado serio, fuerte y democrático, los caricaturistas crearon un «Estado de opinión», tan cambiante como las circunstancias, pero con el sentido común como bandera y el humor como cetro.