30-01-2013
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Muchos escritores nos enseñaron, desde la poesía o desde la narración literaria, a considerar la vida como un viaje. Lo aprendimos también de nuestros abuelos, cuyos cuentos empezaban casi siempre con la salida del protagonista de su hogar, para emprender un periplo que daría sentido y emoción al relato. ¿Qué sería de nuestras existencias sin la posibilidad de desplazarnos o sin la oportunidad de conocer? Algunas mentes preclaras y piadosas nos dijeron hace mucho tiempo que esta vida era el camino para otra y que cumplía tener buen tino para andar. Pensadores más recientes, como José Antonio Marina, niegan, sin embargo, el aserto de Jorge Manrique y aseguran que “vivir es más parecido a escribir, porque la vida no discurre como un río sino como una narración”. Así debieron entenderlo también los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm, cuya obra más conocida Cuentos de niños y del hogar, publicada en tres volúmenes, acaba de cumplir los 200 años de antigüedad desde que salió a la venta su primer volumen. A no pocos estudiosos de la tradición les ha llamado la atención que la colección recopilada por los hermanos Grimm sea una manipulación intencionada -en realidad todas las manipulaciones lo son- y un poco sectaria de antiguos relatos que circularon por todo el continente europeo. Esas narraciones, retocadas y censuradas, alimentaron los sueños y las pesadillas de millones de niños durante cientos de años y no sería exagerado encontrar en ellos el germen de esa Europa tan relamida y artificial que hoy gobierna y dirige, como rey lejano de un lejano lugar, a millones de ciudadanos del viejo continente, cuyas vidas parecen encantadas por una mala bruja o por alquimista loco que hubiese querido moldear todas las almas en un crisol y darles forma de moneda. Ciertamente se percibe todavía hoy la influencia de los Grimm y de su colección, reeditada una y otra vez en muchos países, aunque sería muy difícil medir su influencia sobre nuestras mentalidades del mismo modo que tendríamos complicado saber qué parte de culpa tuvo Walt Disney en la confección de nuestro imaginario de papel. En cualquier caso, sus mentiras forman parte del contexto, tan artificial como obligatorio, en el que se desarrollan todos aquellos restos de mitos que nos dieron nombre, identidad y acaso personalidad -buena o mala- para ser como somos. Aquellos restos que revelan hasta qué punto la humanidad se ha visto seducida desde el principio de los tiempos por la trascendencia.