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Hasta la creación del Código de Derecho Canónico en la segunda década del siglo XX (1917), el ordenamiento jurídico que afectaba a la Iglesia Católica se basaba en recopilaciones de decretos y cánones que comenzaron a fijarse por escrito en el siglo XII y que se recogieron finalmente en el Corpus Iuri Canonici. En general, los documentos que se refieren a la creación de cofradías en la Edad Media advierten siempre de la necesidad de obtener el permiso de la autoridad (obispo o provisor) bajo pena de una multa y de la obligación de dotarse de unos estatutos, leyes o constituciones que regulasen de forma interna dichas hermandades para evitar abusos o desviaciones. Uno de esos peligros, acerca del cual ya hablan los primeros sínodos, es el de la administración incorrecta de los bienes propios de las cofradías: “Otrosí mandamos –dice el sínodo de León de 1306 en su artículo 21– que los bienes de las confraderías et los que fuesen a servicio de Dios dados, non sean guardados nen distribuidos sin consciencia et sin mandado del obispo o del arcidiano”. Y poco después el sínodo de Oviedo de 1379 insiste en que ni el deán ni el cabildo ni los abades ni los conventos ni las cofradías que hubiesen arrendado posesiones debían hacerlo por más tiempo del estipulado “so pena descomunion”. Otro peligro debía ser la proliferación de hermandades sin el control eclesiástico: “Algunos –dice el sínodo de Coria en 1537– movidos con buen zelo, ordenan cofradías, las quales han crescido y crescen en tanto número que podrían traer daño y hacen en ellas estatutos que, por no ser bien mirados, se siguen dellos inconvenientes”. El sínodo obliga a que los estatutos sean examinados y aprobados por la autoridad eclesiástica.
La religiosidad popular, es decir el legítimo derecho del pueblo a manifestar su fervor o veneración por los santos o vírgenes y celebrarlo de forma ritual a través de procesiones, reuniones, etc., fue desde siempre respetada por la Iglesia salvo en los casos en que, de forma clara, alguna de esas manifestaciones atacase la fe o las costumbres. En general, si bien la jerarquía se respetaba y se acataban las decisiones tomadas por la cabeza visible de la cofradía (o sea el rector, el capellán o el párroco), los estatutos permitían una cierta democracia interna que regulaba las actuaciones y relaciones entre los hermanos y de éstos con la jerarquía. La Iglesia no sólo nunca estuvo en contra de que la gente honrase a los santos por los que tenía especial devoción, sino que hay numerosísimas referencias al establecimiento de octavas u ochavarios (fiestas celebradas una semana antes del día del santo, para preparar especialmente su fiesta) y al deseo de la jerarquía eclesiástica de que esas octavas tuviesen indulgencias que premiasen el fervor religioso.