Joaquín Díaz

EDITORIAL


EDITORIAL

Revista de Folklore

España en transición

30-10-2008



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Decía Mesonero que “la tristeza tiene su voluptuosidad”, algo así como una sensación mórbida que según su forma de ver se había acrecentado durante el romanticismo. Ya desde el siglo XVIII la política de los ilustrados había abogado por sacar los cementerios fuera de las iglesias o de las “hueseras” aledañas y crear espacios donde la muerte fuese más civil. El siglo XIX completa esa tendencia sustituyendo las andas tradicionales en las que se transportaban los cuerpos difuntos a su última morada, por sofisticadas carrozas sobre las que, según la categoría, clase social y medios económicos del muerto, se acarreaban sus restos al campo santo. Desaparecían así los traslados desasosegantes en que la sábana que cubría el cadáver se movía hasta dejar el rostro al aire –ahora todo el mundo usaba féretro de madera– o aquellos otros en que las plañideras desgarraban el aire y los corazones con sus gritos y gemidos. De ese modo, y con una asepsia deseada, los traslados al cementerio se realizaban en forma de procesión cívica que, una vez cumplido su objetivo, se despedía siguiendo una etiqueta cuidadosamente planeada. La muerte dominada; o, al menos, sus consecuencias más inmediatas. Las ciudades trataban de obviar así la ceremonia en que el recuerdo de lo inexorable nos podía situar ante una reflexión incómoda. Del mismo modo, y ya que las cofradías –y especialmente la de Animas– estaban en absoluta decadencia, se establecía un día (precisamente el reservado por la Iglesia para recordar a los allegados desaparecidos) para visitar las tumbas, visita que, como escribe “El Curioso Parlante”, tenía más de paseo intrascendente que de recuerdo sincero: “…Por lo que hace a las gentes, esto no lo ven sino una vez al año, y es en el primer día de noviembre; pero entonces, como dice el señor cura, valía más que no lo vieran, pues la mayor parte vienen más por paseo que por devoción, y más preparados a los banquetes y algazara de aquel día que a implorar al cielo por el alma de los suyos”.

El XIX es, pues, el siglo clave en que la ciudad inicia una aculturación acelerada en cuyo proceso la tradición estorba; una actividad dinámica y fagocitaria en la que la última moda se superpone a la anterior por decreto sin que exista la más mínima posibilidad de oposición. Y todo ello sobre un sustrato genético e identificador dífícil de eliminar por completo. Larra, que analizó y soportó todo ello hasta donde le fue posible, describía esa situación movediza con el acierto y oportunidad que jalonó toda su obra: “La España está hace algunos años en un momento de transición; influida ya por el ejemplo extranjero, que ha rechazado por largo tiempo, empieza a admitir en toda su organización social notables variaciones; pero ni ha dejado de ser enteramente la España de Moratín, ni es todavía la España inglesa y francesa que la fuerza de las cosas tiende a formar…”.