28-02-2008
Determinados augurios eran tomados en la tradición como mal presagio o anuncio de próximo fallecimiento. Así, si un perro aullaba de noche cerca de una persona enferma, se decía que venteaba a la muerte; si una mariposa blanca yendo en tu misma dirección te alcanzaba, te llegaban noticias de la muerte de un familiar; si un moribundo escuchaba en el lecho de muerte “los tres golpes de San Nicolás”, era aviso de fallecimiento inminente… Religión y superstición siempre caminaron juntas respetándose mutuamente el terreno, pero en ocasiones entraban en conflicto o se hacían inesperadamente una misma cosa. La muerte era algo natural en el medio rural y, ya desde la infancia, el ser humano estaba preparado para aceptarla con una resignación filosófica; en un pequeño pueblo, por ejemplo, nadie estaba ajeno al hecho de que se llevara el viático a un enfermo de muerte: por ello, todos los niños de la escuela salían para acompañar al sacerdote cantando: “Ya sale Dios de su casa/vestido de carne humana”… Si el caso era grave, las campanas doblaban de vez en cuando para que los vecinos –estuviesen trabajando en su casa o en algún pago cercano– recordasen en sus oraciones al moribundo.
Si una persona moría y era hermano de una cofradía, los cofrades se encargaban de amortajarle, velarle y llevarle al camposanto; en otro caso, era la familia la que se ocupaba de todos estos trámites, organizando en la propia casa el velatorio. Durante siglos pervivió la costumbre de las obsequias, también conocida como “dar caridad”, consistente en que los deudos del finado ofrecían una comida (generalmente vino, pan y queso) a los sacerdotes que celebraban las exequias y a los acompañantes del entierro; tal circunstancia dio origen a determinados abusos que provocaron prohibiciones por parte de la Iglesia, partidaria más bien de que esas manifestaciones de dolor se redujeran a una limosna que después se pudiera repartir entre los pobres. Si el muerto era indigente, el traslado al cementerio se efectuaba en unas andas, cubierto el cadáver con una sábana, para darle tierra allí cristianamente.