30-09-2007
Pocos artistas podrán decir hoy que están liberados de la vertiente mercantilista de su trabajo: ni es nuevo el asunto ni siquiera perjudicial, desde luego, salvo si esa vertiente llegara a dominar sobre los intereses creativos o fuera en detrimento de la pasión por lo bello. Sabemos que los conceptos clásicos de belleza incluían, además de la belleza natural –es decir aquella que no necesitaba de la mano del hombre porque procedía de la misma naturaleza–, la posibilidad de crear algo bello a partir de la invención o el desarrollo de una actividad artística. Aunque ese mismo criterio clásico discernía entre las artes mayores y las menores atendiendo al sentido que las percibía (mayores eran las captadas por el oído y la vista y menores las que dependían del gusto, el tacto o el olfato), no podemos olvidar que se consideraba belleza tanto a la creada por un artista como a la realizada por un artesano. Sólo a partir del momento en que la funcionalidad comenzó a considerarse en su aspecto más negativo, la artesanía y el arte se distanciaron, dándosele más valor a aquellas producciones artísticas sobre las que no era necesario ejercitar un uso físico o manual. Un cuadro o una escultura tenían, según ese modo de pensar, más valor que un bordado o un objeto de forja, no sólo porque estaban aparentemente a salvo de una valoración “materialista” del objeto, sino porque parecían llevar implícitos una creatividad o una innovación frente a la copia o la repetición de diseños de los enseres tradicionales. Esta forma de ver y disfrutar de lo bello se consolida y se refuerza a partir de la normalización de la enseñanza artística. Las bellas artes son, desde el siglo XVIII fundamentalmente, objeto de reglamentación, dándose como fijos unos parámetros estéticos fuera de los cuales el concepto de belleza estaba cuestionado y en cuarentena. No es necesario recordar, sin embargo, que muchos gustos decimonónicos no superaron el paso del tiempo mientras que otros hallazgos de la misma época considerados entonces como heterodoxos han conseguido establecerse como válidos, siendo hoy día aceptados como parte del pretendidamente inamovible canon.