30-01-2006
Entre los siglos X y XII de nuestra era, un grupo de personas, de diverso origen y condición, toma a su cargo la especial tarea de comunicar al ser humano un determinado tipo de sentimientos que le permitiese elevarse por encima de lo cotidiano. Su oficio está disperso por una zona muy amplia y es cuestionado aquí y allá por las autoridades civiles y eclesiásticas, de ahí la variedad de palabras y de significados con que se denomina a quienes lo practican y a su prodigiosa actividad: juglares, escaldos, skops, spielmann, jongleurs, gicolari, mimos, gokelaers, goliardos… La plaza pública, el patio de armas, las acampadas, las posadas son su eventual escenario, y el amor, el honor, la fidelidad o la amistad su motivo de inspiración, pero el medio que usan para persuadir es un arma distinta, fraguada en el yunque de la vida con la fuerza y el vigor de un hálito sobrenatural y cuyo metal ha sido templado claramente en las aguas de la experiencia: se trata de la voz. Son gentes que anuncian su presencia con prólogos conocidos, que convocan con palabras amistosas –“oid, buena gente”– o que atraen en términos convincentes –“¿os placería oir una hermosa canción?”–, que usan versos, poemas, relatos, cuentos, recitados y pregones para expresarse, pero su valor principal no está tanto en lo que dicen, sino en cómo lo dicen, en cómo suena su voz a los oídos del auditorio que se siente inmediatamente penetrado, traspasado, por aquella fonación peculiar. El sentimiento, el mito, el tejido social, son sus temas preferidos pero la entrega de ese material molturado, triturado y poetizado sólo funciona si funciona la voz que lo traduce al lenguaje íntimo con el concurso de una melodía y un ritmo que seducen y fascinan. A muchos lectores de hoy se les despierta la curiosidad por saber algo más acerca de esa poesía inasible, por adivinar cómo sonaron las vidas de los reyes y santos que aparecen en los primeros poemas escritos, o mejor traducidos, desde el lenguaje oral al lenguaje de signos. Widsith, un texto del siglo VII escrito por un bardo germano en el que todavía predomina la aliteración, podría ser un ejemplo de esa sensación. El juglar canta con orgullo su satisfacción por haber conocido tantas tierras y los reyes que las gobernaban. La sabiduría va aparejada para él con la curiosidad, con la búsqueda, con el viaje, con la universalidad porque parece que el destino o un mandato divino le han propulsado a recorrer el mundo. Engelbert de Admont escribe mucho después, a finales del siglo XIII: “El ritmo pertenece a los histriones, a los que en nuestro tiempo llaman cantores y que antiguamente se llamaban poetas, que inventan sus canciones para convencer o enseñar las costumbres o para incitar a los sentimientos y a los afectos hacia la alegría o hacia la tristeza”. No se puede encontrar una definición más precisa ni más sencilla para definir el solatium –el solaz, la consolación– que buscaban las almas de épocas antiguas en la palabra hablada, lejos todavía de la noción de utilidad que cualquier oficio deberá tener a partir del nacimiento de los burgos y las ciudades.