30-09-2005
El entorno en el que el ser humano desarrolla su vida tiene, para todos aquellos que muestren una mínima capacidad de observación, dos ámbitos distintos en los que el individuo se desenvuelve con diversa fortuna y con los que mantiene una relación directa y vital. En primer lugar está el cielo, ese espacio inmenso situado sobre nuestras cabezas que contiene los astros (sol, luna, estrellas, planetas) y en el que se generan los meteoros (el viento, la lluvia, el frío, la nieve, el calor); además el cielo es el ámbito en el que se sitúa a Dios y su morada más natural, a donde van a parar las almas de los bienaventurados –una por cada estrella– en recompensa por su buen comportamiento y cuya inabarcable extensión está surcada por un camino llamado vía láctea que tiene en la tierra un reflejo denominado camino de Santiago. En segundo lugar tenemos esa tierra, el suelo, en cuya superficie sólida el campesino siembra para obtener una cosecha que le permita alimentarse y sobrevivir pero que además está surcada por multitud de venas de agua de las que beben y viven los animales, las plantas y las personas. Bajo esa tierra situaban los antiguos un mundo oscuro, atravesado por túneles y habitado por seres habitualmente maléficos, y allí vinieron los cristianos a colocar el infierno. No es momento ni lugar para analizar qué queda hoy de todas estas creencias pero sí convendría advertir que el inconsciente es un reservorio muy adecuado para mantener todos aquellos conocimientos que la razón no puede explicar, bien porque su origen legendario los haya convertido en patrimonio arqueológico sobre el que ya no es dado reflexionar, bien porque en verdad se nos escapan a la observación o a la explicación natural y el tiempo los ha transformado en una parte del código genético. No tiene otro sentido el hecho de que cualquier persona, sea o no creyente, mire todavía al cielo cuando habla de un Ser superior y también cuando le ignora. La comunidad científica se divide y, mientras una parte acepta las teorías de Darwin o atribuye el origen de las especies al desarrollo y la evolución, otra parte vuelve a buscar para el ser humano un nacimiento legendario. En cualquier caso, los conocimientos tradicionales están anclados en el puerto de la seguridad y rara vez se adentran en el proceloso mar de la incertidumbre. Lo atávico tiene más prestigio que lo razonable, de ahí que al individuo del siglo XXI, tan informado y tan informático, le resulte difícil desprenderse de esa forma de sabiduría que es mitad experiencia y mitad superstición. ¿Cómo se explica que la luna siga teniendo ese sentido misterioso, oculto y dañino frente a la claridad del sol, si no es por la pervivencia de unas creencias ancestrales en la leyenda de la Creación dual (Dios y el demonio) del mundo? El influjo perverso de la luna y el benéfico del sol marcan desde el nacimiento los caracteres de algunas personas tanto como el signo astral y sus áreas de influencia. La suposición de que la luna representa lo femenino y el sol lo masculino ahonda en una vieja pero reiterada enemistad entre sexos que llega hasta nuestros días y que imagina a ambos astros con figura o rostro humanos, tema muy estudiado por la iconografía.