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Es lamentable que el progreso del hombre haya radicado, aparentemente, en la drástica sustitución de unas formas de vida por otras. Esa ley, que impulsó el avance técnico del ser humano, no aceptó el equilibrio ni la convivencia entre lo antiguo y lo moderno, tomando del ímpetu de su péndulo la fuerza para sustituir lo arcaico por lo nuevo.
Pero nuestros días, que han conocido unos avances de esa novedad hasta el extremo de la sofisticación, ¿por qué no amparan ambas tendencias?; ¿por qué no dejan coexistir modos de expresión enriquecedores del pasado con invenciones novedosas que procuren el bienestar de todos? Una sociedad verdaderamente civilizada y progresista debería caracterizarse por albergar en su seno, de modo absolutamente natural, a ambas tendencias.
Sin embargo, quien piense que cayeron en desuso totalmente las facultades de maestros artesanos y menestrales, se equivoca. Cada pieza única, cada obra irrepetible habla por ellos; y la memoria, el testimonio antiguo del oficio se hace palpable para que su destreza proteste contra el trato injusto que reciben de una sociedad apresurada.
Cuántos de estos menesteres despertarán nostalgia en más de uno; y en nosotros la pregunta: ¿Por qué el hombre ha luchado tan denodadamente en nuestros días por liberarse de su pasado? y, sobre todo: ¿Por qué se ha avergonzado tan a menudo de la cultura o el oficio heredado de sus mayores?
Tal vez sea ésta una pregunta que requiera demasiadas respuestas, pero, al menos, merecería la pena que nos detuviéramos de vez en cuando a meditar sobre ella.