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Sería muy difícil de precisar en qué momento de la historia de la humanidad comienza la lucha del individuo por fijar su residencia en un terreno concreto. Es cierto que la mayoría de los especialistas en geografía humana y en arquitectura popular hablan de las primitivas cabañas circulares dedicadas a la ganadería, como el primer paso para convertir los asentamientos temporales en viviendas. De hecho, hay dos momentos cruciales en ese proceso lento y dilatado: el crecimiento en superficie y el crecimiento en altura. Respecto al primero, se produce en el instante en que el ser humano abandona la construcción circular para adoptar la figura cuadrada, seducido sin duda por la posibilidad de ampliar o completar con otras edificaciones auxiliares su propia casa a partir de los lados del cuadrado. Se produce en esa circunstancia también un curioso cambio que trastoca lo que llaman los estudiosos de las religiones primitivas “la nostalgia del paraíso”, en aceptación intuitiva de que el paraíso puede estar en el mundo y además muy cerca: en la propia naturaleza. De un movimiento centrípeto, mandálico, que situaba al individuo en el centro del universo y le obligaba a replegarse constantemente en si mismo, se pasa a una fuerza centrífuga que le impulsa a conquistar su entorno, a abandonar el vasallaje que le sometía al capricho del ámbito natural, para transformar el medio en el que vive o hacer uso de él en su propio beneficio.
Respecto al segundo momento crucial, el crecimiento en altura, se produce a partir del instante en que los materiales y la experiencia en el uso de los mismos permiten aumentar el volumen, la capacidad o la altitud sin necesidad de doblar o multiplicar la superficie.