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Dentro de esa rueda anual que mencionábamos en el pasado Editorial, había, según vimos, diferentes fuentes de influencia. Una de ellas, la religiosa, abarcaba por igual festividades basadas en la hagiografía Cristiana y celebraciones cuya génesis habría que buscar en la noche de los tiempos. Divinidades paganas habían sido reemplazadas tan acertadamente por santos y Vírgenes de varias advocaciones, que el pueblo apenas había notado el cambio; claro que, por otra parte, tal sustitución había necesitado siglos para llevarse a cabo con plenitud. Así, junto a San Antón o San Blas, se celebraban las Candelas y Santa Agueda (fiesta de las luces y un rito de inversión en la posesión del poder); junto a San José y San Isidro se rendía culto a la primavera y a la naturaleza con las Marzas y los Mayos; con el Carnaval, la Cuaresma. Con San Juan, se rendía tributo al solsticio de verano y a la magia del agua y el fuego, etc., etc.
Así podríamos seguir mencionando fiestas religiosas en que la liturgia variaba, pero el rito mantenía en muchas ocasiones su simbolismo esclarecedor: La necesidad del hombre de relacionarse con un ser superior; su temor ancestral a contravenir leyes naturales; el hábito antiguo de abandonarse dulcemente en brazos de una fuerza más poderosa que él, más "responsable", cuyas poderosas leyes y designios hicieran explicable la aparente incoherencia del Universo y la Naturaleza.
Todo eso, en suma, y mucho más, impulsaba al habitante del medio rural a continuar y perfeccionarse en la "fe de los mayores".