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Entre los cientos de ismos que podrían caracterizar o dar nombre al arte del siglo XX -todavía es pronto para hablar del XXI- habría que incluir y considerar el que tiene como origen la instantaneidad. El individuo de nuestra época ha sido capaz de convertir el instante -eso que Aristóteles llamaba el "simple accidente del tiempo"- en un vislumbre de su propia y diversa actividad; el instante deja de ser así el fin del pasado y el comienzo del futuro para penetrar, por derecho propio, dentro del universo de lo artístico, ese ámbito que resiste el transcurso de la historia e invita a la admiración o a la reflexión. La fotografía ha entrado ya en los museos de arte contemporáneo desplazando a otras formas y técnicas con facilidad y rapidez. Sin embargo el enemigo más cruel de la instantánea, por extraño que parezca, es la propia prisa: el ojo necesita precisión y la mente serenidad para concretar con talento y oportunidad un momento abstracto... El aliado mayor, la tecnología y el abaratamiento de los costes, que permiten luego seleccionar entre muchos instantes y desechar todos aquellos que no respondan a nuestra intención. Esta capacidad de seleccionar lo mejor o más trascendente del pasado y convertirlo en testimonio para el futuro es una cualidad del siglo que acabamos de dejar y al mismo tiempo su atestación más fiel con todo lo que eso significa. Porque la palabra suceso, que solemos aplicar a los especiales momentos retratados, significa tanto la cosa que acontece como el mismo transcurso del tiempo. Hay por tanto en la intención de reflejarlo en imágenes un quehacer fedatario y una aceptación "condicionada » del panta rei: en efecto, todo pasa pero nosotros, fotógrafos, notarios de éste o de aquel acontecimiento, dejamos nuestra visión única e irrepetible de los hechos para que la historia los analice, los estudie o los interprete. Y no sólo dejamos esos hechos reflejados sino que al hacerlo les damos trascendencia.