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En los foros internacionales donde la economía brilla y donde parece decidirse el futuro, el bienestar o la vida de la humanidad, se utilizan a menudo términos que, por ser acuñados y pulidos inmediatamente por los medios de comunicación, parecen tener una sola lectura. Países ricos y países pobres se alinean en sus respectivos grupos debiendo su situación a la renta per capita o a los resultados económicos de la gestión de sus gobernantes. No cabe otro tipo de riqueza ni se establecen más baremos que impidan que esos foros terminen alimentándose de su propia carne. Sin embargo, cuando uno se acerca a esos lugares apartados y recoletos de la geografía peninsular donde se respira un aire calmo y se practica una inteligente comunión con la naturaleza, tiene la sensación de que se ha invertido el termómetro y la temperatura tiene otras leyes. La escasez de bienes de consumo contrasta con la riqueza en expresión, en ingenio, en memoria o en imaginación de muchas de las personas que viven en esas zonas. La cuestión no es si una fórmula vale más que la otra, sino porqué no son compatibles o a quién se debe la teoría de su contrariedad. Qué extraño maleficio deja indiferentes, aburridos y sin peculio lingüístico a los ricos, privando a los pobres de la posibilidad de envejecer dignamente conservando su acervo y su historia.