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Durante más de un siglo y desde mediados del XVI, existe una gran obsesión entre los gobernantes españoles tanto en la península como en el nuevo mundo, por controlar el uso inmoderado de bordados, encajes y, en general, de ropas inadecuadas a la posición social de hombres y mujeres con las que tratarán de hacer sombra o imitar a las altas dignidades civiles. Esta preocupación derivaba del hecho cierto, que se recoge en alguna de las muchas normativas que sobre la cuestión aparecen dadas por los monarcas, del empobrecimiento de muchas familias por el afán de ostentación y lujo superfino. Se trataba por otra parte de controlar el uso de determinadas sedas, telas, etc., que debían ser autóctonas y no importadas de otros reinos (en algún caso se llegó a prohibir la exportación de gusanos de seda, por ejemplo). Finalmente, se pretendía vigilar el abuso de bordadores y sastres en la ejecución de las ropas o en la restauración y venta de ropas de viejo, costumbre que llegó a causar un verdadero caos, casi tanto como la de bordar en oro en las ropas el nombre conocido y apreciado de algún maestro tejedor o bordador con el fin de dar categoría fraudulentamente al vestido aunque no hubiese salido de las manos o el taller de aquél.