01-12-2024
En fechas recientes recibí la visita de una amiga de Chile que recorría el norte de España por primera vez y, recordando las épocas juveniles en que servía de guía a quienes venían de otros países a conocer Valladolid, me atreví a echarme a la calle para narrar lo que aprendí hace años sobre sus monumentos y particularidades.
Cuál no sería mi sorpresa cuando, tratando de explicar la fachada de la Universidad apoyado en uno de sus leones, me di cuenta de pronto de que estaba siendo escuchado atentamente por dos o tres matrimonios de cierta edad que, también probablemente turistas, me habían tomado por un guía oficial y seguían mis explicaciones con un interés y una atención inusitados.
Aproveché para recordar que la calle Juan Mambrilla, por la que íbamos a adentrarnos, era la antigua de Francos, cuajada de palacios en el siglo XVI y hogaño ignorante de su propia historia. Decía don León del Corral -decano de la Facultad de medicina de la Universidad y Presidente de la Sociedad de estudios castellanos- que al vicerrector Mambrilla, hombre sencillo y amante de la historia, se le abrirían las carnes y se revolvería en su tumba al saber que, después de su fallecimiento, el Ayuntamiento había tenido la ocurrencia de cambiar arbitrariamente el nombre de la calle Francos por el suyo, honrado y humilde catedrático que había pasado sus últimos años dedicado al viñedo y al excelente tinto que él mismo producía con la colaboración de su suegro Eusebio de Prado.
Cual flautista de Hamelin, fui seguido por mis curiosos escuchantes y, ya convertido definitivamente en su cicerone, continué por la calle de Andrés de Laorden para rememorar a quien, además de ser Rector de la universidad y Presidente de la Real Academia de Medicina y Cirugía de Valladolid, fue uno de los primeros doctores en utilizar el cloroformo en sus intervenciones.
Había huido a propósito de la calle López Gómez porque, además de ruidosa, está preparada solo para transitar por ella y no para detenerse tranquilamente a observar algo o a explicar quién fue don Manuel López Gómez, licenciado en Filosofía y en Leyes por nuestra Universidad y miembro de la Real Academia de Bellas Artes, aparte de destinatario del nombre de una calle que todavía no se había terminado cuando él falleció y sus compañeros de claustro solicitaron al Ayuntamiento que se le dedicara, ya que iba a unir el Campillo de san Andrés (de donde, por cierto, partía la calle Claudio Moyano, otro ilustrísimo ministro y universitario) con la plaza de la Universidad.
Como durante casi media hora me había convertido en maestro de escuela de unos alumnos improvisados y curiosos, fui preguntado si había más universitarios que hubiesen dado nombre a otras calles de la ciudad. Recordé a don Calixto Valverde, ilustre castromontino que fue Presidente de la Federación agrícola de Castilla la Vieja, y a don Antonio Royo Villanova, quien llegaría a ser catedrático de derecho internacional además de presidente del consejo de administración del periódico El Norte de Castilla.
No quise olvidarme tampoco de don Adolfo Miaja de la Muela, catedrático de Derecho internacional, o don Federico Santander, director de El Norte de Castilla y alcalde de Valladolid, quien tuvo por cierto entre sus atinadas decisiones la de haber comprado la casa donde vivió el poeta José Zorrilla a don Norberto Adulce, uno de los más acaudalados vallisoletanos que, según las malas lenguas llegó a poseer incluso una calle en Berlín, nacionalizando en Alemania a un hijo suyo para que pudiese atender sus negocios en aquel país.
Entre los médicos más lejanos en el tiempo pero no en importancia, me detuve en Luis Mercado, que atendió la salud del rey Felipe II y destacó por su sapiencia, reconocida en toda Europa. Más cercanos, y casi en nuestros días, estuvieron Misael Bañuelos y su alumno el doctor Villacián, director muchos años del Manicomio de Valladolid, ambos con calle en la ciudad, aunque no fuimos a verlas. De Bañuelos se contaban tantas anécdotas en la Facultad de Medicina que podría llenarse un libro con chascarrillos sobre su carácter y su curioso enfoque de la antropología. En broma, decía a sus alumnos que el germen más pequeño que podía acceder al organismo humano era el gorrión y el más grande el soldado raso. Se empeñó en tratarse solo con leche un cáncer de estómago que terminaría con su vida…
Al doctor Villacián Rebollo, burgalés de la Bureba y que dio su nombre a una calle y un parque vallisoletanos, todavía se le recuerda como director del Hospital Psiquiátrico Provincial cuando éste ocupaba el edificio del Monasterio de Nuestra Señora de Prado, actual sede de la Consejería de Cultura de la Junta de Castilla y León. No sé para qué diría que en el Monasterio habían tenido una capilla los hermanos de Boabdil, porque uno de los matrimonios, granadino, me suplicó que les contase la historia de Fernando y Juan de Granada, casados ambos por los Reyes Católicos con dos primas de Valladolid, de la dinastía de los Sandoval.
No me privé de confesarles la ilusión con que inicié en Urueña las excavaciones en el Monasterio del Bueso con la idea de que por azar reposasen allí los restos de Fernando de Granada, ya que un documento aseguraba que el Conde de Urueña los había trasladado hasta ese cenobio durante unas obras realizadas en el Prado y no existía otro documento que certificara que se habían devuelto a su capilla original.
En fin, con unas charlas y otras se nos fue prácticamente la mañana y terminamos todos hablando de las Chancillerías de Valladolid y Granada y de las bulas del Monasterio de Prado ante unas tapas, no de libro precisamente, que nos aprestamos a consumir mirando al Conde Pedro Ansúrez en su emplazamiento habitual de la Plaza Mayor. Los turistas meridionales quisieron sin excusa invitarme, ya que me había negado en redondo a que me diesen una propina por el recorrido ilustrado… A qué extremos lleva la jubilación.
Escrito por Joaquín Díaz para la edición nº 42 de VD, diciembre 2024-enero 2025.
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