01-10-2024
El derribo de algunos de los símbolos más significativos de la ciudad de Valladolid –los arcos por los que habían entrado en otros tiempos triunfalmente los reyes– presagiaba una ruina peor: la económica y financiera.
El Banco de Valladolid, pese al incentivo que supusieron el Canal de Castilla (incentivo un poco tardío) y el ferrocarril (provocando a sus accionistas más gastos que ingresos a corto plazo) para el negocio de la harina, se hundía irremediable y estrepitosamente a fines de 1864 llevándose por delante fortunas y haciendas.
Podría decirse que el despegue económico de Valladolid a mediados del siglo XIX había estado determinado por las comunicaciones. Recordemos que en 1842 entraron en servicio los tres ramales del Canal de Castilla. Que desde 1850 se discute en el Ayuntamiento la necesidad de crear mercados al estilo de otras grandes ciudades en previsión del aumento de mercancías y el incremento de negocios. Que en 1851 se comienza a estudiar la construcción de un puente metálico sobre el Pisuerga que se llevará a efecto una década después. En 1854 se establece la línea telegráfica óptica entre Madrid e Irún, que pasaría por la ciudad. En 1856 la Alcaldía de Valladolid cede terrenos para construir la estación de ferrocarril y en 1859 llega por fin el tren al sur del Campo Grande.
Un año antes se había aprobado en las Cortes el Plan General de Carreteras… Junto a todo ello, industriales como Manuel Pombo, Toribio Lecanda o José María Iztueta –santanderinos los tres– unen sus nombres a propietarios como Mariano Miguel de Reynoso o Blas López Morales que compran grandes extensiones agrícolas o terrenos cercanos a la ciudad, provenientes de las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz, para hacerse con la llave del desarrollo urbano y del incremento en la producción de trigo, por ejemplo.
Dos fundiciones, la de Julio Cardailhac y Félix Aldea y la de Agustín Mialhe, serán precursoras de una próspera industria que tendrá a Leto Gabilondo o a Miguel de Prado como ejemplos más importantes. Durante ese período se crean casi 50 sociedades comerciales en la ciudad y en la lista de los mayores contribuyentes a la hacienda pública figuran en lugares destacados los fabricantes de harinas.
Al abrigo de determinadas fortunas se abren las primeras entidades financieras serias entre 1857 y 1864: el Crédito Castellano, La Unión Castellana, el Banco de Valladolid, la Caja de Ahorros o la Sociedad de Crédito Industrial Agrícola y Mercantil. Todas ellas se resentirán en la crisis de 1864 que se llevará por delante negocios y sociedades por culpa de una gestión económica equivocada y excesivamente arriesgada.
La quiebra de Antonio Ortiz Vega, uno de los personajes más ricos de la ciudad podría servir de ejemplo para describir una situación desmesurada que, por sus propios excesos, se va de las manos de sus protagonistas. Ortiz Vega era propietario de innumerables terrenos en Valladolid y accionista o dueño de más de siete fábricas de harinas repartidas por la región. El palacete de la calle de la Victoria, todavía en pie, recuerda esos momentos de esplendor de una ciudad cuyos prohombres quisieron vivir como se vivía en París en todos los sentidos, terminando por ser unos inadaptados.
Ya que he mencionado El Crédito Castellano, añadiré que fue creado a fines de 1861 por algunos accionistas del Banco de Valladolid (que en 1857, año de su creación, había tenido como principales capitalistas a don Benito Martínez Jover, don Juan Fernández Rico, don Miguel Polanco, don Toribio Lecanda -director- y don Salvador Pérez, del comercio de Valladolid), quienes estaban seguros de que una sociedad de crédito podría actuar más libremente en el mercado financiero que un banco de emisión, de los que solamente podía haber uno por plaza.
Este hecho permitió que, ante la primera señal de alarma provocada por la suspensión de pagos de la Compañía de Crédito de España, el Consejo de Administración del Banco de Valladolid consintiera a sus consejeros -también accionistas del Crédito Castellano- llevarse los efectivos del Banco a cambio de pagarés y especular con esas obligaciones de forma imprudente. Todos los historiadores coinciden en señalar que, aunque el recién creado Banco de España (en 1856 pasó a denominarse así el Banco de San Fernando) y el comisario regio –Rafael Cachá– eran conocedores de esa situación, no actuaron en consecuencia.
Se habían dirigido principalmente al ferrocarril Valladolid-Santander por Alar del Rey y a diferentes obras públicas que se suponía iban a estar relacionadas con los mercados de harina, como el puerto de Barcelona o el ferrocarril de Zaragoza a Barcelona, a los que el Estado dedicó especial atención.
La especulación (que casi siempre consistía en la cesión de las concesiones a cambio de rápidos beneficios) y la imposibilidad de obtener réditos a corto plazo en inversiones como el ferrocarril hundieron las entidades de crédito.
El pagaré que se muestra en la fotografía, del Banco de Valladolid, todavía estaba en Reales de Vellón (el Real era la base del sistema monetario hasta que fue sustituido por la peseta en 1868 y el Vellón o Billon era un lingote aleado con plata y cobre).
Pasados unos años de la crisis, el periódico El Bú (papelito que dará golpe, como se subtitulaba la publicación) explicaba claramente los problemas que habían causado y empeorado la situación financiera de una Valladolid alegre y confiada: “El Banco, para salvar o atenuar la crisis metálica que amenazaba de muerte a Castilla entera, llevó a cabo una operación heroica, que según pudo haber salido bien, salió mal; porque los hombres de negocios se equivocan como todo el mundo. Si aquella operación hubiera producido el resultado que se deseaba, nadie se hubiera ocupado de ella; pero amigo, quebraron Pedro, Juan y Diego; el Banco no pudo cobrar los pagarés de su pertenencia. Resultado lógico y fatal de esto: el Banco de Valladolid cayó de bruces.
Pues bien, aun en aquel funesto trance las cosas pudieron haberse arreglado todavía, pero la ocasión era calva para la venganza, el odio y todas las malas pasiones reunidas y capitaneadas por la villana intriga se desataron con intensa y feroz rabia y empezaron a verse con este motivo las negras nubes que aparecieron en el horizonte comercial de Valladolid”.
Concluía la publicación: “Hace más de cuatro años (estamos en 1869) que
· Primero: Valladolid está hecho una lástima.
· Segundo: El comercio y la riqueza del país dieron de narices en los juzgados, escribanías y demás lugares inmundos.
· Tercero: Las personas decentes no hemos visto de qué color es una peseta.
· Cuarto: No hemos visto por esas calles de Dios más que escribas y fariseos con las uñas afiladas y aguzados los colmillos.
· Quinto: Cada escribanía es un país de Jauja donde el oro ha llovido a torrentes.
· Y sexto: Las nubes que ese oro derramaban eran las casas de comercio de Valladolid”.
Esas pequeñas casas de comercio de Valladolid fueron las que, finalmente y con enorme esfuerzo, sacaron de la crisis a una ciudad que se había creído París sin serlo.