Joaquín Díaz

Un misionero en Castilla


Un misionero en Castilla

Vive disfrutando

01-04-2024



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Cuando yo era pequeño, había un domingo de octubre -creo recordar que el penúltimo- en que los colegiales salíamos a la calle a pedir para el Domund. Con nuestras huchas de loza en vivos colores que representaban a un indio, a un chino o a un negro, pedíamos por la causa misionera que transportaba nuestros ingenuos espíritus a remotas y exóticas regiones del planeta. No podíamos siquiera sospechar que, durante siglos, esa “misión” la tuvimos en nuestra propia casa. Es tradición que, según se relata en los Hechos de los Apóstoles, el Espíritu Santo se posó el día de la fiesta de Pentecostés, en forma de lenguas de fuego sobre la cabeza de los primeros seguidores de Cristo y les dio la capacidad de hablar y predicar en diferentes idiomas. Esa facultad, que tuvo como resultado que se convirtieran más de 3.000 personas en un solo día, se considera la primera “misión” de los Apóstoles, a la que seguirían a lo largo de los siglos cientos de miles de “embajadas” llevadas a cabo por clérigos y sacerdotes de diferentes órdenes religiosas, que buscaban predicar el evangelio y mover a los feligreses de ciudades y pueblos visitados a llevar una vida acorde con los preceptos cristianos.

La Real Academia Española de la Lengua, en la séptima acepción de la palabra “misión”, escribe que se llama así a la salida o peregrinación que hacen los religiosos y misioneros de pueblo en pueblo o de provincia en provincia, o a otras naciones, predicando el evangelio.


Grabado
Padre Pedro de Calatayud (grabado de la época)

En el siglo XVIII español en particular -al tiempo ilustrado y reaccionario- hay dos nombres que, por su capacidad de convicción y por los resultados de sus campañas, aventajan a todos los demás en efectividad y convierten su estilo comunicativo en paradigma misionero: se trata del jesuita Pedro de Calatayud y del capuchino Diego José de Cádiz.

Del primero apareció en Madrid, impreso por el establecimiento de Benito Cano un texto titulado Misiones y sermones del P. Pedro de Calatayud, maestro de teología y misionero apostólico de la Compañía de Jesús, de la provincia de Castilla. A lo largo de tres extensos tomos, Calatayud, que estuvo en el colegio de San Ambrosio en Valladolid, explica con todo tipo de pormenores cómo había de llevarse a cabo con mayor provecho una misión, para lo cual detallaba minuciosamente los pasos a dar desde la llegada del misionero al lugar: si lo hacía a pie o en mula, dónde debía albergarse, qué medidas de prudencia podía tomar para evitar los peligros y cualquier otro aspecto que pudiera tener efecto sobre la labor de evangelización o sobre las relaciones con la jerarquía.

En lo que respecta a la manera de convocar a la gente, Calatayud escribe: “Lo primero, se previene al auditorio, que tres cuartos de hora antes de entrar en la misión se tocará por tres veces la campana, para que labradores, oficiales y otros dejen sus labores, oficinas y casas, y al último toque se hace señal especial para que sepan se entrará luego. Lo segundo, previénese y encárgase a un sacerdote celoso y pío, que al toque primero salga con bonete y crucifijo presidiendo la procesión de los niños y gramáticos, que tendrán prevenidos sus maestros por las calles, y los niños irán cantando unas veces las coplillas con qué ojos terribles, y otras el rosario para variar, tomando un día una porción del pueblo y otro otra, y han de estar de vuelta al último toque, o llegar ya al atrio del templo. Lo tercero, un padre misionero menos ocupado, o el que no predicara aquel día, acompañado de un eclesiástico sale con crucifijo y campanilla por las calles, convocando, exhortando, etc.”

Los cánticos eran muy eficaces y una ayuda siempre aprovechable para ir rindiendo poco a poco las voluntades de los pecadores que se habían alejado de la verdad. Los misioneros denominaban a esas estrofas cantadas “saetillas” aunque, desde luego, también podrían haberlas denominado “dardos envenenados”:

Ni el adúltero, ni el joven
que tienen pecados feos
han de entrar, dice san Pablo,
al reino de Dios ni al cielo…

Y poco más adelante el mismo autor de la saetilla no se anda con contemplaciones, recalca la gravedad de algunos yerros y apunta con el dedo:

Oyéndome está aquel mozo
que ha cometido un pecado,
por ser de bestia con hombre
ya ha diez años lo ha callado…


Grabado
Orden que debía observarse en la procesión general de la misión

Con enorme precisión se describe asimismo la forma en que han de situarse los asistentes a la misión, ordenando las filas que han de tomar parte en la procesión y dónde se irán situando los niños, las mujeres, los hombres, los clérigos, los gobernadores (que gobernarán la carrera bajo la dirección de un prefecto) y los predicadores. Como la mayor parte de las veces se celebraban los actos al anochecer para convocar mayor audiencia, “los dos prefectos de luces tendrán cuidado de recibir e informar a todos los que trajeren luces, cómo y en qué gremio ha de ir cada uno con su farol, y el silencio y paso con que ha de ir.
Lo segundo, la mitad de las luces destinará el uno para el gremio de mujeres, y la otra mitad para los hombres.
Lo tercero, si fuesen faroles, cada uno llevará cera que reponer.
Lo cuarto, a los que han de ir en el gremio de hombres, el prefecto de las luces los pondrá en dos filas, una enfrente de otra, distantes del enfiladero, y de cincuenta en cincuenta hombres en fila irán desfilando y enviando un farol o hacha, y así hasta el clero…”

La disciplina y el vocabulario casi militar producían en el auditorio un efecto positivo, de modo que no solía “sobrar ninguna diligencia”, demostrando que el orden solo se podría dar si se gobernaba en forma y silencio el concurso de gente, “como en un ejército”.

La confesión general venía a cerrar dos semanas de sermones, procesiones y cilicios. El mismo Padre Calatayud se preguntaba: “Las penitencias que se imponen a pecados habituales, ¿son excesivas o demasiadas?”. Y se respondía: “Ordinariamente suelen ser menos de las que debían llevar…” Y echaba mano de la historia para recurrir a San Carlos Borromeo, en sus instrucciones para confesores, y recordar cómo se castigaban algunas transgresiones: “Por apostatar de la fe, o renegar de Dios y de ella, diez años de penitencia… Por bailar en el atrio de la iglesia en día de fiestas, tres años de penitencia… Por un pecado de simple fornicación, siete años de penitencia… Por el pecado de bestialidad, por el pecado de sodomía o por pecar con personas parientas, más de siete años de penitencia, otros ponen quince años: mirad lo que merecen los que caen con hermanas, cuñadas, hijas, etc.

En fin, para conseguir los efectos deseados, Calatayud no dudaba en seguir su propio método aunque para acordarse de todo lo recomendado tuviese que recurrir al uso de “chuletas”: “Se apuntan en un papelito las especies que se han de prevenir, pues es fácil irse tantos palillos de la memoria en un entendimiento ocupado y repartido en mil especies, cual es el del misionero; y por esto saco siempre mi papelillo de las prevenciones que les voy a hacer, y una sola palabra que ponga en él de cada prevención, como ya las llevo meditadas, me ofrece la especie en el púlpito”.

Son curiosas las referencias que hace a Valladolid -casi siempre ejemplifica su doctrina para mencionar cómo se hicieron las misiones en tal o cual lugar-, y al hablar de las visitas a las cárceles y hospitales que los misioneros realizaban en las ciudades importantes, sugiere que las señoras sirvan la comida a las enfermas de los hospitales “como lo hacen hasta hoy las señoras de Valladolid, desde que se hizo la misión”.

Escrito por Joaquín Díaz para la edición 38 de VD, abril-mayo 2024.
https://vivedisfrutando.com/un-misionero-en-castilla-por-joaquin-diaz