01-04-2022
María de Molina presenta a su hijo a las Cortes de Valladolid (1863 por Antonio Gisbert Pérez)
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Todo fiel cristiano…
Hace muchos años organicé un ciclo sobre antropología en la Universidad de Valladolid e invité a una de las sesiones a Don Antonio García y García, el impulsor del Synodicon Hispanum, una obra tan impresionante como imprescindible para entender la historia de la Iglesia en España. Antes de la conferencia, y por entretener la espera, se me ocurrió preguntarle a Don Antonio si no le parecía extraño que en los sínodos se suscitaran siempre las mismas cuestiones, lo que venía a demostrar que las normas marcadas por la jerarquía eclesiástica se promulgaban más para poner un límite a las conductas que para hacer cumplir los preceptos. Pacientemente, Don Antonio me respondió: “La Iglesia, que ha estudiado a fondo el comportamiento humano, se ha pasado mucho más tiempo advirtiendo que castigando. Advertir es dirigir la atención, del mismo modo que educar es orientar. Pero el individuo no nace enseñado, y mostrarle la diferencia entre obrar bien y obrar mal, lleva mucho tiempo”.
En efecto, el comportamiento humano siempre necesitó de un rodrigón, una guía que enderezara las desviaciones de la conducta y que ayudara a crecer las conciencias rectamente. Ese rodrigón, esa vara sobre la que iba retorciéndose nuestro modo de ser, se hundía firmemente en el suelo de la fe y se sostenía sobre unas normas que aprendíamos en un pequeño librito que explicaba de forma breve y clara las bases de la doctrina cristiana. Probablemente todos sabemos cómo se llama ese librito, ese catecismo, y lo hemos leído y usado alguna vez en nuestra vida.
A los que ya peinamos canas -o acaso no necesitamos ni peine- la palabra catecismo nos suena a esa guía o manual de instrucciones que se nos ofrecía para armar o construir nuestro comportamiento desde que comenzábamos a usar la razón. Como todo manual de instrucciones, invitaba a ser leído con atención y prolijidad para no perder detalle de las orientaciones, pero tan cierto como eso era que nos saltábamos la letra pequeña, o los párrafos que no entendíamos por complicados o farragosos, para quedarnos con lo que nos parecía esencial a la hora de montar el mecano de nuestras existencias. La versión que nos tocó repetir cientos de veces –porque el secreto de la eficacia de ese librito parecía estar en cómo se grababan pertinazmente sus normas en nuestra conducta-, la versión que nos tocó estudiar y memorizar, repito, tenía algunos párrafos que para las mentes infantiles eran como un jeroglífico complicado de entender y aún más de resolver. En particular a mí me resultaba casi ininteligible la parte dedicada al ayuno y la abstinencia porque, además de contener palabras desconocidas hasta ese momento como lacticinios, sumario, privilegio y colación, abría un frente irreconciliable entre la idea de la alimentación de mi madre, que nos quería sanos y lucidos, y la frugalidad predicada por el padre Gaspar Astete, solo pasada por alto si uno poseía alguna bula, o sea algún documento de aquellos que podían adquirirse con limosnas y de los que con cierta imaginación podía verse colgando todavía la eximente bulla o bola papal. En lo demás, aquel librito de instrucciones compendiaba sabiamente las normas para que “todo fiel cristiano”, categoría en la que se supone que entrábamos nosotros, conociera las normas para creer, orar y obrar cabalmente. O, como se diría en un “catecismo explicado” que publicó Dámaso Santarén en 1842 en esta ciudad para definir en qué consistía la mayor sabiduría, para “amar a Dios, vivir cristianamente y caminar hacia el cielo”. De esta forma se seguía el camino marcado por el Concilio de Trento en el que la instrucción y educación de los más inocentes procuraba obviar cuestiones metafísicas, quedando para aquellos “doctores” que tenía la Santa Madre Iglesia, el papel de responderlas o desentrañarlas sin caer en el error de pasar por encima de ellas como de puntillas o incurrir en la equivocación contraria, “engolfarse en explicaciones áridas, en observaciones teológicas muy delicadas y en teorías abstractas muy profundas y difíciles porque ni los niños las entienden ni los adultos, no siendo teólogos muy instruidos, tampoco sacarían mucho aprovechamiento de tan difícil tarea. El pueblo -así se escribe en ese catecismo publicado por Santarén- solo comprende bien las explicaciones cortas, sencillas y de una claridad especial y análoga a su gusto, educación e inteligencia”.
La Iglesia cristiana de los primeros siglos se afanó en construir sobre la roca sólida de la revelación bíblica un edificio universal en el que cupiesen creencias y misterios, relatos e imágenes, pero también todas las normas por las que habrían de regirse las conductas y una explicación clara de sus resultados. Sea o no apropiada la metáfora, esa Iglesia estableció una jerarquía en la que, desde el episcopado (el grado más alto del sacerdocio), el pastor vigilaba que el rebaño no se dispersara y pastara adecuadamente. Tal vez fueron los llamados “siglos medios” los largos períodos de tiempo que desvelaron y evidenciaron las dificultades inherentes al oficio de pastorear: guiar una manada de ovejas ya no tenía el mismo sentido que vigilar comportamientos, y hay que reconocer con admiración el enorme esfuerzo de los sucesores de los Apóstoles por sentar doctrina y explicarla de forma concisa para que todos pudiesen comprenderla y aceptarla. A tal fin se convocaron los mencionados sínodos y concilios, más o menos frecuentes según la oportunidad o la necesidad, en los que los obispos dictaron enseñanzas al tiempo que regulaban formas de vida o fiscalizaban las acciones de los individuos, corrigiendo procedimientos y tratando de enmendar actitudes heterodoxas.
A ese ámbito pertenece el “Catecismo de Valladolid”, edición reciente del Servicio de publicaciones del Ayuntamiento de Valladolid, texto con 700 años de antigüedad, rescatado, revisado y anotado por una de las personas que más y mejor han estudiado los textos doctrinales. La autoridad de Luis Resines vuelve a hacerse patente al descubrirnos los motivos principales de la celebración de un Concilio que se inicia en Palencia y concluye en Valladolid, las personalidades que intervinieron en él (nada menos que treinta obispos) y los efectos que se siguieron de sus conclusiones. El recuerdo del Cardenal Guillermo de Godin, legado del Papa Juan XXII, conservado a lo largo de muchísimos años e invocado en multitud de sínodos posteriores, nos puede dar idea también del carácter del prelado, de lo acertado de su gestión, así como de lo ilusorio de sus pretensiones sobre la regeneración de la vida particular y social de los castellanos. Godin ya había estado varias veces en España antes de asistir al sepelio de la reina María de Molina y venía suficientemente alertado de cómo se vivía y se pecaba en esta tierra. Precisamente para eso venía: para corregir yerros y enmendar conductas que estaban apartadas de la ortodoxia.
Tras aquella reunión se redactaron unas actas de cuya lectura se desprende que la humanidad ha cambiado muy poco en las centurias precedentes: Se critica el comportamiento del estado eclesiástico, se advierte acerca del peligro que supone que el poder civil se inmiscuya en las conciencias, se venden sin control los bienes de la Iglesia para beneficio de unos avariciosos y se echa de menos la formación en las personas que deben formar. La prueba de que el empeño del Cardenal Godin tuvo escaso efecto en la población nos la da el hecho de que aquel catecismo se mantuvo como normativa durante dos siglos y medio hasta ser sustituido por los textos de Astete y Ripalda, redacciones que llegaron a nuestros días, aunque su lectura tuviese similar resultado al que se obtuvo en la aparentemente lejana Edad Media, cuando el Canciller López de Ayala escribía:
Por estos tales yerros / anda en la cristiandad
poco amor -mal pecado- / e poca caridad.
Escrito por Joaquín Díaz para la edición nº 26 de VD, abr-may 2022.
https://vivedisfrutando.com/guillermo-de-godin