01-10-2021
Durante buena parte del siglo XIX se llamaba policía a la correcta conducta en la polis, es decir en la ciudad. Las buenas costumbres, algunas de ellas modificadas o mejoradas con el paso de los años por la relación cotidiana con los vecinos, se iban adquiriendo ya desde la primera infancia. La función de “la guardia urbana” -o sea de la policía de hoy- era precisamente ayudar a los padres (no siempre atentos a los movimientos de sus hijos) en la tarea de corregir a tiempo los comportamientos infantiles, sobre todo si de sus diversiones irresponsables pudiera seguirse un perjuicio para el resto de los ciudadanos.
Los decretos de la autoridad competente, en forma de bando, se fijaban por las calles y advertían de las multas o castigos que se seguirían de su incumplimiento. El Bando de buen gobierno para la ciudad de Valladolid publicado por el Alcalde corregidor en 1862, por ejemplo, insistía en sus artículos 4 y 13 en la prohibición de jugar a la pelota en los atrios de los templos y a los bolos, barra, morrillo y demás juegos de esta clase en sitios públicos, extendiendo la orden a las pedreas y cualquier otro juego perjudicial. Pese al precepto claro que alcanzaba a niños y jóvenes -y justamente en el mismo año del bando- un periodista o gacetillero se quejaba en un diario vallisoletano de que “cuatro mozos que jugaban a la barra en las Moreras hirieron gravemente a un niño” y avisa de que se practicaba a diario. Un año más tarde continúa escribiendo con insistencia: “Anteayer, en uno de los juegos de barra que se sitúan en el Campo de Marte, al soltarla uno de los jugadores se atravesó un muchacho de unos diez años de edad, recibiendo tal golpe en la cabeza que es probable deje de existir pronto”. Advierte también que, ya que no se suprime el juego, convendría limitarlo a un terreno a propósito, separado por una reja o una cuerda. Diez años más tarde la gacetilla vuelve a aparecer con el título “No me gusta” y dice: “Sobre las cinco y media de la tarde de ayer, hallándose jugando a la barra varios aficionados, se le desprendió de las manos a uno de ellos el hierro que sirve para esta clase de diversión, hiriendo en la cabeza a uno de los espectadores. No es la primera vez que suceden desgracias como esta por acercarse demasiado los espectadores a presenciar tales distracciones”. Con la misma diligencia en advertir pero con el mismo resultado negativo en la concienciación de los jugadores, aparecen gacetillas sobre bolos, tango o tanguillo y mocha. Sobre la chirumba, especie de golf rústico en el que en vez de una bola se golpeaba con un palo largo otro más corto afilado en sus dos extremos, se escribe: “En la glorieta de la Plaza Mayor, aun en las horas en que el público está paseando en ella, los chicos se divierten con el juego de la chirumba, muy a propósito para sacar los ojos a los transeúntes, por lo cual la autoridad debía evitarlo”. Y poco después insiste: “¿Por qué se permite? Ayer por la mañana, y estando en la Plaza Mayor disfrutando del sol que la bañaba, un amigo nuestro, señor muy respetable por su edad y posición, estuvo expuesto a que le saltaran un ojo con un pedazo de madera unos muchachos que jugaban. Si estos sitios se han hecho y no tienen otro objeto que pasear en ellos, debieran los agentes impedir que los chicos jueguen, mucho más si sus juegos son de exposición, como el de la chirumba, pues es lógico que, no teniendo los jugadores el suficiente criterio para conocer que pueden hacer daño a alguno de los que tranquilamente pasean, suceda lo que da lugar a nuestra queja. Por fortuna la chirumba llevaba poca fuerza y no se produjo más que el susto consiguiente”. El periodista, desesperado por el escaso resultado que tenían sus advertencias, había ido pidiendo responsabilidad, sucesiva e infructuosamente a los propios jugadores, a los espectadores y finalmente a la autoridad. En una gacetilla de 1874 aparece un nuevo peligro y se escribe: “Qué diversión. Hemos tenido el disgusto de presenciar días pasados que los inocentes muchachos han añadido una diversión más a las tan consabidas de las hondas, la pelota y la chirumba con que ponen en un hilo la tranquilidad del transeúnte, y que consiste en colocar dos alambres paralelos y sujetos entre sí, con los que, poniendo en una especie de hondita pequeña una piedra, es arrojada con fuerza por una goma, pudiendo aquella causar grave riesgo al que tenga la desgracia de servirle de blanco”. O sea, el invento del tirachinas en Valladolid.
No todas las costumbres eran tan violentas, sin embargo. Hacia el mes de mayo y en sus primeros días regresaba cada año la tradición de la cruz de mayo, cristianización de las fiestas paganas de la primavera dedicadas al culto al árbol. Los niños se encargaban de ir por las calles pidiendo una limosna “para la cruz de mayo, San Felipe y Santiago”, actividad que provocaba la inmediata reacción en los vigilantes de la moral y los comportamientos: “Vemos que no se ha olvidado entre los muchachos la tradicional costumbre de pedir para la cruz de mayo. Esta diversión sería algo distraída si no fuese tan molesta a los bolsillos de todo transeúnte”. Hacia la década de los 70 del siglo XIX parece que decae un poco, de lo cual se alegra el periodista, pero es una ilusión suya: la tradición entra en el siglo XX sin señales de agotamiento y aún seguirá bastantes años cubriendo los tres primeros días del mes florido.
Más personal, y por tanto menos molesto, era el llamado juego de la rayuela. Una diversión tan sencilla, que aún practican muchos niños y niñas de todo el mundo, nos servirá para comprobar el contenido simbólico de algunos juegos y su representación por medio de gestos: los niños deben ir avanzando en su recorrido -un recorrido que se ha marcado previamente y que se asemeja a una cuadrícula escaqueada- que realizan sobre una sola pierna y procurando que el tejo que van golpeando con el pie alcance nítidamente el centro del cuadro inmediato a aquel en el que están. Los tres primeros cuadros se deben recorrer, pues, sin que el tejo quede nunca en las líneas de separación.
El cuarto escaque permite descansar y luego hay otros cuatro espacios triangulares formando un cuadro mayor, que se deben recorrer en el sentido contrario al que llevan las agujas del reloj para quedar, finalmente, de frente a todo el camino recorrido. Cuando tal cosa sucede, el niño o la niña, de espaldas para que la acción tenga más dificultad, tiran el tejo con el que han jugado hacia los últimos cuadros que representan el infierno y el cielo, con la intención de que caiga en el segundo. Si el tejo se pasa o se queda en el infierno, se ha perdido el juego.
No hace falta cavilar demasiado para adivinar en este pasatiempo una imitación de la propia vida según el sentido de la cultura cristiana: el cuadro primero representa la infancia, el segundo la mocedad, el tercero la madurez y el cuarto el descanso de la vejez, es decir, las edades del hombre; las cuatro “campanas” o triángulos que vienen a continuación, que se recorren en sentido contrario a las agujas del reloj (es decir, en contra del tiempo vital, por así decirlo) obligan al jugador a enfrentarse con su propio recorrido, es decir con su propia existencia, concluida la cual, si tiene habilidad y precisión, puede obtener la recompensa del cielo -es decir, ganar el juego- no sin antes haber hecho el último movimiento certero para colocar su tejo (su alma) en el lugar deseado. Todo el entretenimiento es, del principio al fin, un remedo o imitación de la vida y hasta el hecho de echar a suertes para saber quién saldrá o jugará en primer lugar, es un acto imprescindible y ritual que evidencia la intervención del azar en la ventura que a cada uno le espera.
En éste, como en otros juegos, se requiere del jugador una actitud atenta; la distracción, desatención u omisión de cualquiera de los pasos intermedios, le desconcentrarían y le acarrearían adversidad. Es cierto que la suerte y el destino son parejos y en cierto modo dependen del azar, pero la experiencia ha demostrado que estrategia y habilidad convierten al juego (o a la vida) en un hecho mejorable. El jugador ha recibido las normas de otros que le precedieron y a quienes trata de imitar en los movimientos fundamentales, pero intuye también que puede crear o modificar sus propias tácticas -esas que le sugieren precisamente sus aptitudes y su situación en el juego y en el campo- para conseguir un mejor resultado.
Escrito por Joaquín Díaz para la edición nº 23 de VD, oct-nov 2021.
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