01-06-2021
Dice un refrán castellano que “de músico, poeta y loco, todos tenemos un poco” y, como casi siempre que se habla de proverbios, la frase tiene un punto de verdad.
¿Quién no se ha enardecido escuchando una vibrante sinfonía y ha elevado los brazos para dirigir a una invisible orquesta sonando airosamente? ¿Quién no se ha emocionado con unos versos ajenos y los ha tomado prestados como si los hubiese compuesto él mismo, para subir a la persona amada en brazos hasta el olimpo? ¿Y quién no ha sufrido en su pecho la llama de la justicia ardiendo hasta la locura, como decía Cervantes que ardió la de Don Quijote? Algunos hispanistas, sin embargo, han reflexionado sobre esas cualidades singulares que parece que adornan a los españoles y han llegado a la conclusión de que son más bien plurales, y que Alonso Quijano no sería el mismo sin su Sancho Panza, del mismo modo que los lectores del manco de Lepanto actuarían y opinarían de otro modo si no estuviesen tan seguros de haber podido escribir ellos mismos la novela. ¡Con qué certeza predicamos lo que deben hacer los demás! ¡Con cuánta serenidad y aplomo advertimos acerca del bien y del mal, y cómo descansa el orador que todos llevamos dentro después de haber improvisado el sermón admonitorio! Esa tendencia a reconvenir, esa oratoria fulminante, ese tono elevado de la voz que acompaña nuestras opiniones no puede ser producto de la casualidad.
Retrato de Fray Hortensio Felix Paravicino. El Greco. (Boston. Museo de Bellas Artes)
Habrá cambiado el ámbito en que se producen los fervorines -la plaza por el plató de televisión- y acaso el mobiliario sea distinto -la barra de bar en vez del púlpito-, pero ese papel de predicadores nos lo han escrito en los genes cientos de horas de sermones cuyos ecos aún resuenan en los templos de España desde hace siglos. Si bien es cierto que el fin primero de la retórica fue el de persuadir, también lo es que las firmes convicciones de numerosos públicos y su actitud cerril determinó a algunos predicadores a abandonar definitivamente la senda moderada de Fray Luis de Granada, cuyo lema era “ni todo lo condenes ni todo lo justifiques”. Así, surgieron oradores cuyo verbo escocía en las espaldas como latigazos de disciplinante y no es extraño que algunos de ellos, por sus excesos verbales y su fogosa actitud, acabaran su carrera en las Indias, si es que no sufrían antes algún atropello de sus propios oyentes a quienes no sé si apellidar fieles.
Es el caso de Fray Antonio de Montesinos quien, según asegura Fray Bartolomé de las Casas en su Historia de las Indias llegó a la Española con ganas de jarana. No desperdiciaba ocasión de reprender a aquellos españoles que se habían olvidado bien pronto de su papel en América y estaban obsesionados con enriquecerse a cualquier precio: “¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin darles de comer ni curarlos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir oro cada día?”
Mientras Montesinos cantaba las cuarenta, aunque su voz clamara en el desierto, quienes quedaban más cerca de la Corte se las ingeniaban para usar conceptos gongorinos por aquello de no molestar y hablaban lenguaje culterano para no ser entendidos del todo. El mejor ejemplo de estos frailes es Hortensio Paravicino -ministro provincial de la orden trinitaria en Castilla-, a quien retrató el Greco con cara de pocos amigos y cabellera alborotada, como si se acabara de despertar de una pesadilla. Contra las voces conceptistas de los paravicinos clamó el Padre Isla, quien se inventó un personaje, Fray Gerundio de Campazas, cuyas necedades obligaron a su autor a contar –para justificar las contradicciones de la alambicada mente del de Zotes- la célebre anécdota del maestro de música ateniense que intentando explicar cómo debía cantarse reunió a las voces más ramplonas y ratoneras de la ciudad y las puso a interpretar un horrendo tema en medio del cual se volvió hacia sus alumnos diciendo: “Hijos míos, con que no lo hagáis como éstos, ya cantaréis bien”.
Los españoles decimos que una cosa es predicar y otra dar trigo, pero no lo decimos porque desconfiemos de lo que hay detrás de las palabras sino porque sabemos que esas palabras estarán siempre más hinchadas que nuestra bolsa, diezmada y triste con tanto gravamen y tanta pechería. También nos suele advertir el refranero que “a Dios rogando y con el mazo dando” pero eso no significa que el orador sagrado nos deba agredir con un mazo si no rezamos, sino que responde más bien a la anécdota que le sucedió a San Bernardo con un carretero, al que recomendó que rogara a Dios en vez de blasfemar si quería arreglar su carro, pero, eso sí, sin olvidarse de darle al mazo para arreglar la rueda mientras rezaba.
Escrito por Joaquín Díaz para la edición nº 21 de VD, jun-jul 2021.
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