01-12-2020
Entre los recuerdos de nuestra infancia lejana, están aquellas navidades en que, tal vez para amargarnos las vacaciones, se nos amenazaba con la idea de que los Reyes Magos sólo nos traerían carbón si éramos malos. A mí me preocupaba -inocente que es uno- la posibilidad de que los blancos guantes de Melchor se mancharan, porque acostumbrado como estaba yo a ver a los carboneros trajinar como negras cogujadas cargando los sacos hasta el sótano de casa, me parecía que tenía que ser Baltasar el rey destinado a repartir ese tipo de castigos psicológicos. Asociar lo negro con lo malo debe ser tan antiguo como el negar que nuestros antepasados vinieron de África o que tuvieron un primo que salía en la etiqueta del anís del mono. Los antropólogos, que siempre encuentran explicación para todo lo que nos sucede en la vida, dirían que el límite entre el bien y el mal debe estar lo suficientemente nítido como para no dejarnos dudas: pisar raya o caer fuera del espacio dedicado al juego nos sacaría de la sociedad y perjudicaría nuestra formación.
Pensar que alguna vez pudimos ser negros introduciría en nuestros cerebros una especie de neumoconiosis que alteraría la percepción de la historia y nos descolocaría gravemente. Y sin embargo ¿Quién podría decir que está libre de contaminación, y menos hoy que nuestras ciudades están condenadas a mancharse con esa oscura niebla fabricada por el hombre? La mistificación de las historias, la inoculación de prejuicios y el inficionamiento de las costumbres son tan antiguos como la misma vida. El siglo pasado, ese período de tiempo tan inútil como nuestro, transcurrió entre guerras y mentiras dividiendo a la humanidad en dos grandes grupos, los que vivían en desproporcionadas y populosas urbes donde el pasado no podía existir y los que habitaban en el pasado muy a su pesar. El siglo XX sirvió para mezclar todo eso y para fundirlo en un crisol que transformó en escoria cualquier pureza que hubiera podido salir alguna vez de la mente del individuo. Todavía este siglo XXI, tan raro y tan convulso, nos regala con imágenes en las que agentes de seguridad vigilan fronteras y pretenden que algunos seres humanos de color distinto al suyo, al menos aparentemente, no las traspasen.
Todo está escrito y lo que no está impreso está hablado en cualquier tertulia de la televisión. El granadino José María Carulla se molestó en escribir la Biblia (al menos algunos de sus más populares pasajes) en verso y aunque algunas de las coplas le quedaran discretas, en la mayoría le pudo la evidencia más prosaica:
“Nació Nuestro Señor en un pesebre:
donde menos se espera salta la liebre”…
Acaso esa “evidencia” sólo la vemos en los demás y nos cuesta mucho reconocerla en nuestro propio comportamiento. En el vecino vemos todos los defectos, que para eso está, para criticarle y para convertirle en chivo expiatorio de nuestros propios errores. Pero ¿en qué cabeza cabe que vayamos a confesar que hemos sido malos? ¿Qué niño es tan tonto como para caer en la trampa de declararse culpable? ¿Qué delincuente no es capaz de proclamar a los cuatro vientos su inocencia? Todos pondremos los calcetines o los zapatos a la ventana o en la chimenea porque estamos seguros de que algo de lo que traiga San Nicolás, Santa Claus, el Niño Jesús, los Reyes Magos o la Befana italiana será para nosotros.
Este año, sin embargo, preveo unanimidad en el reparto general. El corona virus, el cambio climático, la guerra, el terrorismo, los nervios, los malos modos, las envidias, las “malas prácticas”, las mentiras, la delincuencia de guante blanco (y no el de Melchor, precisamente), la pirámide de Ponzi, el precio del petróleo, el fracking demencial, la insolidaridad, el materialismo, el odio, la política mal practicada, la religión mal entendida; en suma, la tontería generalizada, nos lleva de cabeza a una solución ecuánime, armónica y equilibrada: carbón para todos.
Escrito por Joaquín Díaz para la edición nº 18 de VD, dic’20-ene 2021.
https://vivedisfrutando.com/ya-vienen-los-reyes